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miércoles, 27 de marzo de 2024

La casa encantada

 

Las apariencias de la incógnita pueden ser otras. La niebla difusa, una sombra. En la imagen introductoria de La casa encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, adaptación de The haunting of hill house, de Shirley Jackson, la mansión es una sombra. La indefinida voz en off expresa que una mansión encantada es como un territorio desconocido que explorar. Pero cuando es vista por primera vez desde la perspectiva de Eleanor (su rostro en leve picado), ella expresa que siente que la mira, que la llama. Como una sombra que se anima con la mirada que necesita. ¿Interacción o transferencia?. Los encuadres asocian su mirada con la fachada de la casa, con sus ventanas, que asemejan ojos (oscuros, huecos). Ya el elíptico prólogo, guiado por esa voz que nos introduce en el misterio de esta casa encantada, juega con lo indefinido o intangible de un fuera de campo que es susceptible de especulación fantástica, a través de la narración de extraños acontecimientos que influyeron en la vida de sus últimos habitantes, como el fatal accidente de la esposa al llegar por primera vez a la mansión, con el inexplicable encabritamiento de los caballos que provocaron que el carruaje se estrellara (con ese plano de su mano inerte, más relevante, cuando más adelante una mano jugará un papel importante en una de las secuencias más terroríficas, pero también en la muerte de otro personaje). Como inquietante es la sucesión de primeros planos de la hija, tumbada en la cama, desde que es niña hasta llegar a anciana, como si el tiempo de su vida pasara en un soplo. La voz que condensa con su relato noventa años de la historia/vida de esa casa se revelará que es la del doctor Markham (Richard Johnson), organizador de la reunión, o experimento, para corroborar cuán real es fenómeno sobrenatural. Para comprobarlo recurre a quienes han experimentado experiencias anómalas, o parecen disponer de singulares cualidades intuitivas o perceptivas, como Theo (Claire Bloom) y Eleanor (Julie Harris), pero también a Luke (Russ Tamblyn), el escéptico sobrino de la dueña de la casa (a él solo le interesa la rentabilidad que puede proporcionar esa casa). 

Resultará significativo el relevo de voz en el desarrollo narrativo, ya que dominará la voz interior de Eleanor. Lo que ande en su interior, anda solo. Son las últimas palabras de la presentación de la casa de la colina. Pero ¿se refieren sólo a la misma casa o a la mente de quien será, en principio, uno de sus habitantes provisionales?¿Está encantada, o más bien está ofuscada la percepción de quien proyecta sus fantasmas (miedos, desajustes emocionales) internos, Eleanor?¿ O quizá se crea una singular interacción, o conexión, entre la casa y la proyectiva mente receptiva, dependiente la primera de la segunda para manifestarse, como si fuera un espacio que se activara con el interruptor de quien la habita con las condiciones necesarias?¿Cuál es la materia de la oscuridad que se almacena? La atmósfera dota de una permanente inestabilidad a la relación entre habitantes y espacio (esos pasillos laberínticos que desorientan a los personajes, con tantas puertas, indistintas, que les impiden ubicarse), y de una movediza condición abstracta, como el jardín interior con esas esculturas con las que los mismos personajes juegan con la especulación de una posible identificación con alguna de ellas, o esa escalera en espiral de la biblioteca (el espacio en el que se ahorcó la enfermera de la última habitante), en donde alcanza su cenit la inestabilidad que afecta a Eleanor en la misma espiral de su mente. 

Su voz en off, precisamente, puntúa la narración, lo que es tanto expresión de su caracter ensimismado, como refleja que está prisionera de sí misma después de años enclaustrada, ajena al mundo real que estaba más allá de sus paredes, por estar cuidando a su madre (durante once años). Madre que quiza murió porque no fue bien atendida en cierto momento, como la última habitante de la casa por su enfermera (posibilidad que atormenta a Eleanor; sabe que esa noche, a diferencia de otras, decidió no atender su llamada golpeando la pared; aunque ¿no debía pesarle ya tantos años de atención servicial en todo momento?) ¿Es ese el interruptor que posibilita esa singular interacción entre la mansión y la mente de Eleanor, la culpa que esta arrastra y la torna vulnerable?. Por añadidura, si algo Eleanor anhela, fervientemente, es encontrar su hogar, su casa, su lugar en el mundo, y cree haberlo encontrado en esta mansión. Aunque la exhorten, cuando los acontecimientos se agraven, a que abandone la casa por su propia seguridad, ella se niega, como si le atrajera la espiral del mismo abismo. ¿Despierta su deseo y anhelo algo en la casa? ¿Esta encuentra en ella el habitante que necesitaba, y, por tanto, pretende 'poseerla' como una permanente estatua más? Todos comprobarán que acontecen extraños fenómenos: ruidos diversos, fuertes golpes sonoros, gemidos que parecen arrastrarse tras la puertas, incluso cómo se abomba una de ellas por una indefinida presión, pero ¿Qué genera u origina esos fenómenos?¿Por qué aparece una pintada en una pared que dice que no hay que impedir que Eleanor vuelva a casa? Cuando Eleanor intente abandonar esa casa no lo logrará, y perderá la vida (un plano de su mano colgante relaciona su muerte con la de la madre noventa años atrás). Como si para Eleanor habitar esa casa culminara su irreparable sentimiento de culpa, y como si para la casa Eleanor debiera sufrir por lo que aquella enfermera hizo en el pasado. ¿Un mero trágico accidente o la casa no le permite abandonarla como si ya fuera miembro u órgano de su cuerpo? ¿Qué se gestó entre la casa y Eleanor que quizá sólo podía derivar en muerte ?.

Una de las principales virtudes de La casa encantada es su forma de trabajar el espacio, el decorado, y su capacidad de crear una perturbadora atmósfera a través de la sugerencia (el fuera de campo de lo que no se ve, el fuera de campo de la mente). La posterior versión, La guarida ( 1999), de Jan de Bont convertía al decorado en un auténtico festín de trucos digitales (por impecable que fuera el trabajo del director artístico), donde figuras, muebles, pasillos, artesonado y ocultos péndulos con desproporcionada bola de metal remarcaban la condición animada de la casa hasta la saturación, y remataba su impotencia para crear una atmósfera fantástica con un carrusel de efectos visuales, cual nada sutil barraca de feria, que obviaban la personalidad oculta tras el hechizo de la casa. Wise opta por la sutileza, creando, o cargando, esta tensión entre personajes y casa, a través de la presencia de esculturas en el encuadre, o arrebujados en los que uno sabe si ha distinguido unos ojos que le observan o es una mera ilusión óptica. La sensación de claustrofobia es manifiesta a lo largo de la narración por esa interrelación entre espacio (decorado abigarrado) y encuadre (con encuadres de aguda fisicidad). 

Modélicas son las secuencias en las que Eleanor y Theo escuchan unos extraños sonidos, retumbantes, como si algo quisiera entrar en su habitación. O aquella a en la que Eleanor duerme en la oscuridad, como si la luz que la aísla, y un amortiguado silencio hecho de susurros imperceptibles, se acompasara a su progresivo y enajenado aislamiento, envuelta en sus encontrados pensamientos de anhelos y miedos, y cree sentir que alguien la coge la mano, y piensa que es Theo, y al encender la luz ve que esta en su cama dormida al otro extremo de la habitación. O aquella, tras que se haya unido a ellos Grace (Lois Maxwell), la mujer del profesor, los cuatro, en el salón, escuchan, de nuevo, esos percutantes ruidos, más allá de la puerta, y cómo esta parece que cede, doblándose, como si una fuerza invisible quisiera quebrarla, y aún más angustiados porque saben que Grace está sola en su cuarto. No deja de ser elocuente, sabiendo que Eleanor se ha ido enamorando del profesor, que Grace desaparezca. Nadie sabe dónde está, qué ha podido ser de ella. ¿No es acaso el deseo de Eleanor? ¿No es nada casual que sea Eleanor, tras subir la escalera de espiral, cuando la entrevea perdida, con el rostro trastornado, a través de una trampilla en el techo, como una súbita aparición, y que ni siquiera su marido, que ha ido a salvar a Eleanor de que sufra un accidente por la inestabilidad de esa escalera, ha entrevisto?. Queda claro, que si Eleanor no puede encontrar su lugar en la vida del profesor, supliendo a su esposa, quizá su destino sea el habitar esta casa para siempre, como una estatua fantasmal más. Su vida ya antes, al fin y al cabo, casi era la de una estatua.

lunes, 25 de marzo de 2024

El pistolero

 

El pistolero (The gunfighter, 1950), es un magnífico western de Henry King, con guion de William Bowers y Andre De Toth, en principio escrito para John Wayne, que aspiraba a interpretarlo. Según parece no se llevó a cabo por sus diferencias con Harry Cohn de la Columbia por sentirse maltratado por él cuando empezaba su carrera. El proyecto acabó en la Fox, producido por Nunnally Johnson, quien realizó modificaciones en el guion. Durante los títulos créditos, una figura recorre a caballo parajes desiertos, entre el día y la noche, entre lo que quisiera dejar de ser y lo que anhela poder ser. Una figura a la que persigue una sombra, una figura que persigue un sueño. ¿Cuál es la sombra que persigue a Ringo (Gregory Peck), protagonista de El pistolero? Esa que ya se refleja en el título de la película, y a la que se enfrenta en el saloon al que llega, cuando los asistentes le reconocen, y uno se enfrenta a él, para afirmarse. Es El pistolero. Esa es la sombra que arrastra y le persigue, lo que representa, su imagen y reflejo para los demás, el hombre considerado el pistolero más rápido, y cuyos méritos se ratifican en los hombres, objeto de especulación, que ha matado. Aunque cada vez que le vean, muchos digan que parece vulgar, no hay nada aparente que indique su excepcionalidad, percepción que determina que quieran enfrentarse a él, porque parece realmente nada, y les puede hacer sentir a ellos que son más que nada. Pero Ringo es un hombre cansado, un hombre que se siente como un condenado. Condenado a enfrentarse a cualquiera farruco que quiera afirmarse como gallo del corral, como es el caso de Eddie (Richard Jaeckel), lo que implica, tras matarle (tras ser provocado por él, y tras fracasar en el intento de convencerle de que no le desafíe), que sus hermanos quieran vengarse de él.


¿Y qué sueño persigue? Ringo llegará a un pueblo, en el que transcurrirá la acción del resto de esta esplendida obra (una de las primeros westerns que desentraña una figura icónica, qué representa, y cómo es el hombre real, qué proyectan en esa figura los demás), en espera de algo, una espera para la que dispone de un tiempo limitado, el que sabe que tardarán en llegar los hermanos de Eddie, a los que dejó sin caballos en el desierto. En espera de ese Acontecimiento, que será incógnita durante buena parte del metraje ¿por qué quiere ver Ringo a su esposa Peggy (Helen Wescott) y su hijo de ocho años, a los que no ve en años?, él se convertirá en Acontecimiento para los habitantes del pueblo, en Representación, en su amplio sentido (teatral y significante; lo que proyectan en él, y su condición de protagonista escénico, cuya aparición dota de singularidad esas horas de su vida, como espectadores de un drama distintivo que a la vez les hace partícipes). Los niños dejarán la escuela para asistir a este suceso excepcional, jugando, en la calle, frente al saloon donde espera Ringo, como si fueran pistoleros enfrentados. Para el dueño del saloon, Mac (Karl Malden), es como un golpe de la fortuna, un privilegio, porque sabe cómo redundará en beneficios posteriormente, cuando ese saloon se convierta en el lugar en el que estuvo Ringo, el célebre pistolero. Para otros será la ocasión de contrastar la idea con lo real, 'el no parece que sea tanto como dicen', y en algún caso, como el de Hunt (Skip Homeier), otro arrogante joven farruco, será la oportunidad de poder demostrar que él es Alguien. Para otros puede ser el responsable de haber matado a un ser querido ( si tienes fama de pistolero, eres vulnerable a que te endosen más muertos), como el que se aposta en la habitación del hotel de enfrente (aunque después quede patente que nada tuvo que ver con la muerte de su hijo). Para las representantes de la moralidad, la jauría de presuntas virtuosas, es, o representa, una ignominia, que no sólo debe abandonar el pueblo, sino que debería ser abatido a disparos cual alimaña o ser ahorcado (es extraordinaria la secuencia en la que ese grupo de mujeres expresan su protesta al que creen que es el sheriff, sin saber que es Ringo; un corrosivo apunte sobre la falacia de las apariencias y la inconsistencia de las percepciones, de cómo las ideas o proyecciones poco pueden tener que ver con lo real).

Si Ringo es una representación para los demás, hay dos figuras que representan lo que él pudiera, o quisiera ser. El sheriff Strett (el espléndido Millard Mitchell), antiguo amigo, que fue antes forajido, y ahora, ocho años después, figura integrada en el otro lado de la ley, lo que le hace, por otra parte, tener una mirada no emborronada por los reflejos de lo que Ringo representa, sino comprensiva, que sabe discernir lo real, el ser humano tras la imagen. Y, en segundo lugar, su esposa e hijo. Lo que Ringo anhela es por fin dejar esa vida de pistolero, dejar de ser perseguido por la sombra de lo que representa, construir una nueva vida conjunta con ambos, disponer de una segunda oportunidad, consciente ahora, dejada atrás las inconsciencias arrogantes de la juventud, de dónde reside realmente la verdadera vida. No en el enfrentamiento ni en la afirmación del ego sino en la creación de una relación cómplice. Dejar la noche, la muerte, y habitar la luz del día, la vida. Reiniciar una vida, como un papel en blanco, en un lugar en que no represente ya nada para los demás sino meramente alguien al que conocer. Pero resulta complicado poder desprenderse de la amenaza de las sombras que le persiguen, porque hay otros que ignoran que lo que proyectan, ese ser Alguien, está teñido de muerte, y lo necesitarán aprender en sus propias carnes, qué lejos está la sublimada idea de los fatuos reflejos de lo real siniestro.

jueves, 21 de marzo de 2024

Fanny y Alexander

 


Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1983), de Ingmar Bergman, comienza con un plano de Alexander (Bertil Guve) jugando con la miniatura de un escenario teatral (y recorriendo las estancias vacías de la casa, como un fantasma en su propia realidad; la realidad y sus velos, como cuando es encuadrado mirando al afuera a través de la ventana; realidad difusa, realidad escurridiza), y finaliza con Alexander, en el regazo de su abuela, Helena (Gunn Wallgren), escuchando leer a ésta unas frases de El sueño, de August Strindberg: 'Todo puede suceder, Todo es posible y probable. Tiempo y espacio no existen. En un fino armazón de realidad, la imaginación gira, creando otros patrones'. La realidad como escenario, como lo es la mente. La realidad se conjuga entre el afuera y las tramas de la mente, las expectativas y proyecciones, las inferencias que buscan ajustar la realidad a un modelo, los miedos y las frustraciones, las contradicciones y deseos. Los límites de lo real se difuminan, como en los sueños. Ser o no ser. Identidad y cuerpo, rituales, gritos, susurros y silencios. Marionetas, personajes, y carne que se duele, carne que se degenera, carne que exuda y tiembla, carne que se agita en sensaciones y pulsiones. Rostros que son máscaras, múltiples máscaras o quizás sólo una que si se arrancara extraería la carne con ella. Somos actores y personajes. Somos una sucesión que papeles que interpretamos (somos la hija, la madre, la esposa, la abuela, y somos según nuestra labor y nuestra posición, entre otros personajes para los otros o incluso para nosotros mismos según cómo interiorizamos esa identidad o función) y somos mejores o peores actores según nos ajustemos a un papel.

La obra se abre con un ritual, el de una celebración, la cena de navidad, en el hogar de Helena (Gunn Wallgren). La cristiandad colorida, exuberante, epicúrea, pagana; la que acepta la diversidad, como Helena invita a su mejor amigo, el judío Isak (Erland Josephson), cómplice con quien comparte sus intimidades, su fragilidad al sentir como ya se acerca el fin de una vida. En este escenario confluyen buena parte de los principales personajes. Uno de los tres hijos de Helena, Gustav Adolf (Jarl Kulle), hombre de negocios de éxito, vive ajustado a su rol de hombre al que se permite sus devaneos con otras mujeres, dando rienda suelta a su vivaz epicureísmo, porque lo considera impulso incontrolable (y en el que no deja de haber cierto afán de afirmación); una virilidad simple, risueña, casi infantil. De algún modo se ajusta a un personaje social instituido (las prebendas del hombre). Su esposa lo acepta de acuerdo a esa convención instituida, y porque lo contrarresta que sea hombre tan generoso; aunque le disguste, como refleja, aun sonriendo, su bofetada a la nueva amante, Maj (Pernilla August), la criada que cuida de los niños; las formas sociales como sonrisas que camuflan las contorsiones de las disconformidades. El segundo hijo, Carl, es el hombre frustrado, aquel que no ha encontrado su lugar en el mundo, que se siente fracasado, en la periferia del escenario. La liviandad irresponsable del primero se contrasta con la dolorosa gravedad del segundo. Bergman lo refleja en dos secuencias consecutivas, aquella en que Gustav Adolf vive una noche de amor con la criada (con elementos cómicos que apuntan a su irrisoriedad, como la cama desmoronándose en pleno trance sexual o su pronta eyaculación) y aquella en la que Carl expresa todo el desgarro de su desolación vital con su esposa, entre reproches, lamentos y espasmos de furia.

El tercer hijo es Oscar, el padre de Fanny y Alexander, actor teatral. A través de él Bergman explicita esa frágil línea entre lo real y el escenario, entre el ser y el no ser, una realidad difusa en sus límites. Oscar interpreta en la obra al fantasma del padre de Hamlet. Durante uno de sus ensayos es cuando se sentirá indispuesto. Tras fallecer se aparecerá en repetidas ocasiones, como fantasma, a su hijo, pero también a su madre, cuando solicita su ayuda para que los rescate de la pesarosa circunstancia que viven con su padrastro, el obispo Vergerus (Jan Malsmjo), con el que se ha casado Emilie (Ewa Fraulin), de algún modo para cauterizar su dolor por la perdida de Oscar (cuya muerte grita con desgarrada desolación la noche de su muerte; tan obscena, en cuanto descarnada, en la representación del dolor como es la de la desesperación de Carl). El hogar de Vergerus se contrapone al del prestamista judío, amigo de Helena, Isak (Erland Josephson). El primero es un espacio despojado, ascético, que refleja el fracaso de un ansia de transcendencia en la supresión de lo accesorio; es el cristianismo austero de la privación. Vergerus intenta que la realidad se ajuste a su modelo de realidad, y su fracaso lo convierte en un personaje trágico. Uno de los grandes aciertos de la obra es este complejo personaje que reconoce que sólo tiene una máscara, y que si se la arrancara extraería su carne: la falta de receptividad de Alexander, que no se doblega a sus designios (cual Hamlet que se rebela ante su padrastro), la vive también con desesperación, como algo inconcebible para lo que cree unas convicciones justas: por ello su muerte, será desazonadoramente trágica, abrasado; abrasado por su incapacidad de ver, por querer que sea la realidad la que se amolde a su mirada. No es solo alguien que se impone (como cuando remarca a Emilie que cuando se traslade a su casa no traiga absolutamente nada de sus pertenencias, y lo mismo en el caso de sus hijos; quiere que inicie su vida compartida con él como si fuera un bebé recién nacido; exige que borre toda su vida pretérita como si fuera a ser una extensión de él, de su vida, de su modo de relacionarse con la vida). Es también alguien que sufre. La contrariedad cuando no se ajustan a sus concepciones se torna desesperación y por tanto furia (su forma de agarrar la nuca de Alexander, o de sacudir su cabeza con fuerza, o de castigarle con azotes). Para él la imaginación colinda con la mentira; no puede aceptar sus relatos, la necesidad de fuga y sublevación que representan sus historias (cómo cuenta en el colegio que se escapó con un circo o cómo mantuvo presas a su anterior esposa e hijas). La noción de verdad pero también la de honestidad se convierten en escenario de disonancia y combate.

La tienda de Isak es el espacio de lo mágico, donde la realidad deja asomar sus inciertas fronteras. Un espacio de decoración abigarrada, rebosante, colorida (en contraste con la blancura de la casa de Vergerus). Y a diferencia de la simplicidad del espacio de Vergerus, acorde a su cuadriculada concepción de la realidad, un espacio laberíntico con múltiples recovecos (en el que Alexander se pierde en la noche) donde viven Aron (Mats Bergman), marionetista y mago, y, sobre todo, Ismael (Stina Ekblad), de aspecto andrógino (es el cuerpo diverso y ambiguo en contraste con la privación o violencia corporal que representa Vergerus), en cuya misma identidad incierta se corporeiza esas difusas fronteras (es lo incierto, es lo otro, es el mismo Alexander), ejemplificado en su encuentro en la noche con Alexander, donde conjuga los deseos de Alexander con su materialización ( la muerte de Vergerus, cuando su hermana en llamas se abalanza sobre él). ¿Coincidencia o los deseos de Alexander se han realizado gracias a la intervención de Ismael? Claro que es difícil desprenderse de los fantasmas del pasado, o los fantasmas de la mente que han calado en la misma dejando sus residuos, como refleja la aparición de Vergerus en el pasillo de la casa de la abuela, golpeando a Alexander, y diciendo que nunca se librará de él. Porque las sombras de la vida siempre acompañarán, aunque al mismo tiempo se celebren los nacimientos de una nueva vida, del mismo modo que convivirán las decepciones con los anhelos de la ilusión.

lunes, 18 de marzo de 2024

La conversación

 

La realidad asemeja un tablero en el que las piezas parecen distribuidas de forma azarosa. Quizá sientas que puedes controlarla, quizás pienses que puedes descifrarla, como esa conversación que se está grabando en la primera secuencia de La conversación (The conversation, 1974), de Francis Coppola, y con la que se obsesionará Harry Caul (Gene Hackman), un técnico de sonido en tareas de vigilancia, en San Francisco, alguien que trama y configura su vida sobre otra vigilancia, la de la intrusión de los otros en su vida, la reserva. Harry establece distancias, suspicaz ante cualquier interrogante o intromisión en su vida. Le molesta que una vecina le haya dejado dentro de su casa un regalo por su cumpleaños, porque le preocupa que alguien tenga acceso a su casa, que tenga otra llave, que pueda controlar su correspondencia, su espacio íntimo. Le molesta que Amy (Terry Garr), la chica con la que mantiene una relación, le haga tantas preguntas, le incómoda, y se revuelve receloso. A ella le molesta estar siempre tan pendiente de él, de cuándo aparece o no. Su relación se quiebra, porque los dos estiran la cuerda hacia su lado. Harry es como un monje, parece que vistiera un hábito, ese vestuario de traje y corbata con una gabardina, que parece traslucida; transpira severidad, rigidez, alguien que se ha retirado en su interior, en su soledad acorazada. Sus sentimientos a buen recaudo, sin querer implicarse en su trabajo, como si los sentimientos sólo interfirieran, sin hacerse preguntas, cual mero técnico que realiza trámites con la vida y el trabajo. Pero no se puede controlar la vida, ni eres el centro de la misma, no eres el único que tiene las llaves, eres una pieza más, y la realidad hará burla de tus presunciones.

En la primera secuencia, ese plano de la plaza, que realiza con teleobjetivo con acercamiento de zoom a los que transitan por la misma, resalta la figura de un mimo que imita a los transeúntes, hasta que el encuadre se centra en uno al que sigue remedando su gestos, Harry. Ya un anuncio de lo que será el curso o deriva de la narración, de lo que hará la realidad con el controlador vigilante. Quienes componían el encuadre de su vida, las piezas que lo mantenían estable, empiezan a disgregarse, a contrariarle. No sólo Amy, sino su asistente, Stan (John Cazale), quien tras discutir con él se une a un rival profesional de Harry, Bernie (Allen Garfield). La realidad comienza a ser territorio movedizo, incierto, amenazante. Harry empieza a mirar su rostro, a preguntarse sobre sí mismo, pero opta por mirar hacia afuera, como si las respuestas, o las soluciones que busca pudieran estar allá afuera. Harry llama (Caul fonéticamente se asemeja a call, ‘llamar’) pero la realidad no contesta, o hay interferencias, comienza a ser inteligible, y además surgen los fantasmas del pasado, aquellos que motivaron que se convirtiera en una especie de monje de clausura, clausurado para el mundo, sin implicarse con nada ni con nadie, cuando un trabajo de escucha con éxito propició, como consecuencia, la brutal muerte de un implicado y su familia. Es como si se hubiera roto la escotilla que había puesto en su vida. ¿Y si sucede de nuevo? ¿Y si esa pareja que escucha pueden ser asesinados por facilitar la conversación que ha grabado?

Por esa emulsión de emociones ( y, al ser católico, la culpabilidad, ese resorte que obstaculiza el discernimiento ) que ofuscan su hasta entonces robótica objetividad de técnico, su percepción se altera, ya que le conducen a la especulación, a la interpretación de los signos de la realidad, a la inferencia de lo que implica el murmullo de la conversación de la realidad, y se apodera de él un prurito de intervenir en y con la realidad (en vez de ser un mero registrador o espectador como hasta ahora). Y la interferencia tiene lugar (en su mirada, pero también la que su acción, de intervención, provoca, como perturbación, en otros). La narrativa progresivamente se va empapando de una atmósfera enrarecida, en la que los espacios gélidos, desacogedores, incrementan esa sensación de aislamiento, de hostilidad, de desencuentro, de realidad que no se habita, como si la realidad (los espacios de la empresa que le ha contratado) y el interior de Harry (los espacios vacíos del almacén donde trabajan) se fueran confundiendo, y la realidad mostrara sus siniestras entrañas. Las superficies esmeriladas, como aquella a través de la cual entrevé fugazmente el crimen, definen su mirada emborronada, desamparada. La capa traslucida de su gabardina es la de un caballero que intenta enfrentarse a un dragón, al de unas instancias de poder, el de las corporaciones que se rigen por una barbarie disimulada en maneras corteses, apariencias impolutas, pasillos y oficinas que no dejan de ser distancias escurridizas; no deja de ser curioso que Harrison Ford repitiera como oficial subalterno en Apocalipse now (1979), una sutil forma de asociar ambas instituciones, o la entraña siniestra de ambas. La realidad, ese tablero de piezas, frases, que la mirada, el entendimiento, intenta desentrañar y combinar en un cifrado coherente, se revela como una imprevista y escurridiza urdimbre en la que resulta difícil advertir una pauta, o un centro. Es un caos ante el que no es posible ejercer un control, porque la realidad no dejará de burlarse de esa obsesión o compulsión. Las apariencias son arenas movedizas, porque hay otros hilos que interfieren en los propios, y a veces los cortan. No advierte que lo que toca es lo que busca. Y la mirada, desamparada, se queda en ruinas.

Aunque, al estrenarse pocos meses antes de la dimisión de Nixon, se asociara el argumento, por el uso de las escuchas, con el caso Watergate, el rodaje ya había concluido, en concreto en febrero de 1973, antes de que adquiriera resonancia en los medios ese caso. El mismo Coppola se quedó sorprendido con el hecho de que los equipos de escucha que usa en la película fueran los mismos que usaba la Administración Nixon para espiar integrantes del partido Demócrata. De hecho, el guion había sido escrito incluso antes de que Nixon fuera elegido presidente en 1969. Sí fue influencia determinante Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni, una fascinante obra en términos semióticos, aunque cuestionable en términos cinematográficos, lejos, a mi parecer, de la excelencia de las obras que había rodado previamente Antonioni esa década. Es una obra mucha más sugerente por su planteamiento que por su materialización cinematográfica. Carece de la extrañación, de la turbadora atmósfera, que sí se logra en La conversación con el admirable uso de la luz y el color, obra de Bill Butler, tras reemplazar a Haxkel Wexler ya iniciado el rodaje, por diferencias creativas con Coppola (aunque algunas escenas se rodarían de nuevo, se mantuvo la secuencia inicial en la plaza). David Shire compuso antes de que se iniciara el rodaje la banda sonora, en la que destaca, sobremanera, su memorable tema principal con el piano como único instrumento. El brillante uso del diseño de sonido fue obra de Walter Murch, también coeditor, al que Coppola dejó mano libre durante la elaboración del montaje ya que estaba imbuido en la preparación de El padrino II (1974). Robert Duvall, que no aparece acreditado, interviene en escasas secuencias, en el tramo final, aunque su papel es importante en la trama, una figura de poder, como la que también encarnará en Apocalipse now.

viernes, 15 de marzo de 2024

El clan de hierro

 

Durante la primera mitad de El clan de hierro (The iron claw, 2023), de Sean Durkin, puede sorprender el tratamiento expresivo, formal, de la narración, dado cómo eran predominantes en sus tres excelentes obras previas, Martha Marcy May Marlene (2011), la miniserie británica de cuatro capítulos Southcliffe (2013) y The nest (2020), las atmósferas inestables con sutiles trazos impresionistas o las narraciones quebradas. Pero se comprende cuando cambia de modo radical el modo narrativo en la segunda parte, cuando la ilusión, que no deja de ser enajenación, se fractura con la serie de pérdidas que afecta a la familia Von Erich. En los primeros pasajes se expone el propósito de un padre, Fritz (Hoyt McAllany), que no consiguió el triunfo anhelado cuando fue luchador. Proyecta en sus hijos la materialización de lo que él no consiguió realizar. Inocula en sus hijos la persecución del éxito como realización. Un proceso de enajenación que ejerce como complemento del que desentrañó en la actitud comercial de Rory (Jude Law) en el escenario de las inversiones y especulaciones financieras en The nest. En aquella la enajenación encontraba su correspondencia espacial en una mansión, que ejemplificaba esa actitud extendida durante décadas de vivir por encima de las reales posibilidades. La importancia de la imagen que se proyecta. Un modo de vida que se define por lo virtual, lo ilusorio. En otro, es una metáfora elemental, pero precisa, un cuadrilátero. Una enajenación que dispuso como consecuencia la muerte de tres de sus cuatro hijos. Este no es un relato de superación, para conseguir el triunfo, sino la disección de una desquiciada enajenación que no es particular sino reflejo de un modo o sistema de vida.

En 1975 Fritz poseía la compañía World class Championship wrestling. Su objetivo el Campeonato del mundo de los pesos pesados en lucha libre. Sea el hijo que sea (excepto el primero, muerto electrocutado con seis años), por eso no duda, en cierto momento, en reemplazar como aspirante a quien ya había ganado el campeonato de Texas, su segundo hijo, Kevin (Zac Efron), por el tercero, David (Harris Dickinson), como tiempo después, simplemente haciendo uso de una moneda, será el cuarto, Kerry (Jeremy Allan White), quien aspiraba a ser campeón de lanzamiento de disco, quien opte al título, e incluso lo gane. Pero si David fallece por una enteritis, probablemente consecuencia de los golpes, Kerry perderá un pie en un accidente, y tiempo después se suicidará, como también el quinto hijo, Mike, cuya pasión era la música, tras haber estado en coma durante una operación de un hombro. La obsesión del padre deja un reguero de cadáveres (en realidad, murió un cuarto hijo más, el sexto, quien también se suicidó, pero en la narración se prefirió no sobrecargar con más muertes). El título original, the iron claw/la garra de hierro alude a un golpe ganador que realizan con la mano actuando cual garra, emblema de su actitud competitiva inclemente (y por extensión de un sistema). La sangrante ironía es que la garra se volviera contra ellos.

La segunda mitad es de nuevo una admirable muestra del singular talento de este excelente cineasta. La narración, cada más elíptica y quebrada, se acompasa a la sucesión de desgracias y muertes. La narración varía cuando la circunstancia varía. Mientras la realidad parece ajustarse a un anhelo la narración se ajusta a un molde ortodoxo de narración. Cuando las fisuras comienzan a extenderse con cada muerte se perciben en la misma sintaxis narrativa ya que también se desmorona la concepción de un modo de relacionarse con la realidad, al evidenciarse la inconsecuencia e inconsistencia de un propósito, que no es sino enajenación, y que responde al de un modelo social fundamentado en la consecución del éxito, la aspiración a ser el número uno. Y que se sostiene sobre la instrumentalización, y por tanto cosificación, de quienes pueden materializar ese logro. En ese trayecto la guia es la modificación, por consciencia, del hijo que, durante ese proceso que utiliza al hijo que sea, se ha visto relegado a función secundaria repetidamente, Kevin, quien finalmente se enfrentará con el que ha gestado esa serie de muertes con la inoculación, cual virus, de su obcecada aspiración. Incluso, estará a punto de estrangularle. No es un trayecto narrativo de catarsis sino de desolación. Durkin vuelve, tras The nest, a una década fundamental, como fueron los ochenta, en la gestación de esta sociedad configurada con la mirada comercial competitiva para exponer su putrefacción consustancial.