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miércoles, 23 de septiembre de 2015

La camarera Lynn

Un día descubres que todo es mentira. Lo que escuchabas en aquella caracola no eran las olas del mar. Y la decepción provoca que sientas alergía a la vida. La vida mancha, y duele. Sientes una avería en tus entrañas que te distancia de los demás, de la vida, y atasca tus sueños, como la alergia que sientes por los pelos de gatos, por eso infestan tu cuerpo cuando te duchas en tus sueños. Necesitas limpiar la vida alrededor como si fuera de ese modo posible sentir que todo está en su sitio correspondiente, que eres inmune, que no perderás el paso de nuevo porque algo se quiebre en tu interior. En 'La camarera Lynn' (Das zimmermadchen Lynn, 2015), de Ingo Haeb, adaptación de la novela de Marcus Orths, una cautivadora fábula minimalista e impresionista, tejida, o esculpida, con planos que son escuetos versos, Lynn (Vicky Krieps) hace de su vida un vacío presurizado, como el silencio que resuena en la amplitud y en los recovecos de su ausente espacio propio, su piso, o en los rituales en que encajona su vida, como el sexo mudo que practica con el conserje del hotel en el que trabaja como camarera. Pero comienza a buscar en las otras vidas quizá una vía de fuga de su vida comprimida, que libera en pequeñas dosis en sus visitas al psicólogo. Comienza a vestirse con otras vidas, a sentirse en otras habitaciones de vida. Se prueba los camisones, o los pijamas, de los ocupantes de las habitaciones del hotel. Se empapa de sus vidas, a través de sus objetos, sus conversaciones, a veces monólogos. Se esconde debajo de la cama y escucha, como espectadora, una porción de otras vidas. Es pasajera de otras vidas. Un tránsito provisional, como el polluelo que comienza a aletear en el nido.
Y una de aquellas vías hacia otras vidas le intriga. Siente el impulso de traspasar la pantalla, de ir más allá de la posición de espectadora en la distancia. Siente que sus alas están dispuestas a probar el vuelo, comienza a rebelarse contra su alergia, el mundo afuera no tiene por qué ser hostil, no tiene por qué hacerle daño. Puede, incluso, reportarle algún placer. Si mancha, puede ser un goce. Los niños, al fin y al cabo, disfrutan con la suciedad, y ríen, y sienten júbilo, no se repliegan, sino que se expanden, porque sienten que lo posible es aún infinito, no les preocupan aún las apariencias, el mundo aún no es una amenaza. Aún no convierten el miedo en una cárcel, en una aspiradora que succione todo el polvo que, de todos modos, volverá a reaparecer al día siguiente, porque polvo siempre habrá. Lynn escucha a un hombre que desea sentir el placer de ser golpeado, de sentir que un tacón se incrusta en su pie, y Lynn decide también contratar a esa mujer, Chiara (Lena Lauzemis), que ha proporcionado ese efímero e intenso disfrute a ese hombre, y todo se vuelve del revés, como si ya sólo se advirtiera la sonrisa del gato de Cheshire,
Y ambas establecen una relación que subvierte los papeles y los nombres, porque, en cierto momento de su relación, ambas se expondrán,no serán ya quien compra un servicio y quien lo vende, serán dos mujeres que establecen una complicidad excepcional como dos niñas que se han desembarazado de todo lastre, y pudor , y de los nombres que enjaulan los deseos y las emociones, ese vislumbre de lo auténtico entre tanta representación. Y Lynn será por fin gata. Lynn dejará de sentir alergia por los pelos de los gatos, y por la vida. Lynn asimilará que lo mejor de limpiar es que siempre habrá de nuevo suciedad. Lynn comprenderá que no todo es mentira. Casi todo, sí. Simplemente, es cuestión de advertir la fisura en las pantallas y los escenarios en los que se enquistan las vidas retenidas y los fingimientos. Solo tenía que arriesgarse al vértigo de ponerse en la piel de los otros, y disfrutar de la piel de otra como la contraseña que deletrea la lumbre que hay en toda mancha.

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