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martes, 28 de febrero de 2017

Asalto al furgón blindado

Un par de semanas después de estrenarse 'La jungla de asfalto' (1950), de John Huston se estrenaría otra obra cuya trama giraba alrededor de un atraco, 'Asalto al furgón blindado' (Armored car robbery, 1950), de Richard Fleischer. Ambos cineastas cruzarían su destino en otra película relacionada con atracos: Fleischer sustituyó a Huston en la excelente 'Fuga sin fin' (1971). 'La jungla de asfalto' alcanzaría un rango mítico, emblema de esa poética del perdedor con el que cimentó su prestigio y reverencia Huston. Merecedora, en este caso, ya que me parece la obra maestra de una filmografía sobrevalorada, valoración inflada por los réditos de esa mítica más que por los reales méritos de un cineasta que destacaba más en su labor guionística (o en la elección de obras adaptadas). En cambio, la notable película de Fleischer ha permanecido durante mucho tiempo en el limbo del olvido, como sus otros primeros noirs (caso parecido al de Anthony Mann). La obra de Fleischer carece de aureolas míticas, como, a diferencia de Huston, no disponía del pedigrí de autor sino que se restringía a la condición de competente artesano. Desde luego, sí me parece uno de los grandes cineastas que ha dado el cine estadounidense, refrendado por obras como 'Testigo accidental' (1952), '20000 leguas de viaje submarino' (1954), 'Los vikingos' (1958), 'Duelo en el barro' (1959), 'Impulso criminal' (1959), 'Barrabas' (1961), 'El estrangulador de Boston' (1968), la citada 'Fuga sin fin', El estrangulador de Rillington Place' (1971), 'Los nuevos centuriones' (1972), 'Cuando el destino nos alcance' (1973) o 'Mandingo' (1975), entre otras.
La película de Huston, dentro del subgenero de atracos, se ajustaba al molde de presentación de personajes o integrantes de la banda, planificación y preparación, ejecución del robo y, finalmente, huida y persecución. La obra de Fleischer, un modelo de precisión, dinamismo y concisión narrativa en 67 minutos, dedica escuetos pasajes a la presentación y preparación, para pronto entrar en acción con el atraco, y no soltar el acelerador en la huida y persecución que centra dos terceras partes de la narración. La narración alterna las perspectivas de perseguidores y perseguidos, policías y atracadores. Una cuestión les une, con sus significativas divergencias: el reemplazo. Durante el atraco cae abatido en el tiroteo el compañero de el teniente Cordell (el gran Charles McGraw), y queda gravemente herido uno de los cuatro atracadores, Benny (Douglas Fowley). Este será rematado por el cerebro del atraco, Purvis (William Talman), tras que lleguen a la fabrica abandonada donde se esconden. Hay un componente de interés particular: Purvis mantiene una relación sentimental con la esposa de Benny, Yvonne (Adele Jergens); el azar ayuda a clarear de modo favorable para él la circunstancia. El detective Ryan (Don McGuire) reemplaza al compañero muerto de Cordell, y no deja de sentir en todo instante el peso del fantasma de esa ausencia. Por eso, el momento álgido emocional será cuando acepte la propuesta de Cordell de arriesgar su vida haciéndose pasar por uno de los atracadores detenidos para así sacar información de Yvone sobre el paradero de Purvis. En las miradas de ambos se condensa lo que significa tanto la petición como la aceptación del riesgo.
Desde los primeros pasajes narrativos, se transmite la sensación de que cualquier cosa puede ocurrir, que cualquier previsión puede ser derruida, que no hay seguridad de que se consiga el propósito, y de que el azar en muchas ocasiones juega con el destino de cada uno como una bala que pasa rozando. Hasta que te da de lleno. El mismo atraco no sale como Purvis preveía según sus cálculos estimativos de cuánto tardaría la policía en acudir al lugar del atraco, un estadio deportivo. No cuenta con la contingencia de que en el momento del atraco el coche de Cordell circule por las cercanías. Posteriormente se suceden las secuencias en las que están a punto de ser capturados y detenidos, en el control de policía en la carretera (haciéndose pasar por obreros), en el tiroteo en la fábrica abandonada (en el que es abatido un segundo atracador), o en el registro del motel en el que se aloja Purvis. Precisamente, si el azar le había ayudado a Purvis en un reemplazo sentimental sin conflictos, Adele será el hilo del que la policía tirará para localizarle. Y sí rematar a Benny sin miramientos le venía bien para eliminar interferencias en la faceta sentimental, no rematar a Ryan propiciará que le sigan hasta el lugar desde donde quiere abandonar la ciudad. La conclusión también tiene lugar en un aeropuerto, como la posterior 'Atraco perfecto' (1956), de Stanley Kubrick. Si el final de esta, por impostado y ridículo, era la clausura de una obra sobrevalorada sobrecargada de efectismos, el desenlace de Fleischer es sintético y contundente, como lo es cada segundo de este impecable engranaje narrativo, que podría conformar un admirable dueto junto a 'Heat' (1995), de Michael Mann. La secuencia del atraco, un modelo de acción narrativa.

lunes, 27 de febrero de 2017

Promesas del este

Lo que podría haber sido y lo que falta, que no tienen por qué ser lo mismo; simplemente, indicativos de las diferentes variaciones de los trayectos posibles de cada vida. Lo que parece pero no es aunque en el parecer ya se insinúe cómo es a través de actos que desdicen la apariencia. Lo que puede ser dispone de múltiples posibilidades. Lo que las apariencias indican quizá sea la pantalla difusa o equívoca de una realidad que puede ser otra. En 'Promesas del este' (Eastern promises, 2007), de David Cronenberg, con guión de Steve Knight, hay dos trayectos que coinciden y se conjugan. 1.Anna (Naomi Watts) es una comadrona que se siente particularmente afectada por la muerte, al dar a luz, de una chica de catorce años, Tatiana. La lectura del diario puntúa la narración, la búsqueda de familiares que puedan acoger al bebé. Anna acaba de romper una relación, y optó por retornar al hogar de su madre, Helen (Sinead Cusak), con la compañía de su hosco y sanguíneo tío, Stepan (Jerzy Skolimovski). En el diario, Tatiana escribe sobre las ilusiones que la animan e impulsan en su viaje de Rusia a Inglaterra. Pero el sueño se tornó fatal pesadilla. En el diario relata cómo fue esclavizada como prostituta, agredida y violada. No encontró un hogar, sino la muerte. Anna se siente en un momento de transición, en una fase de recuperación de impulso vital. Aquellas desdichas extremas de aquella adolescente reflejan su extravío e indefensión. Perdió a un hijo, y buscó en su madre, en la convivencia con ella, la calidez de un refugio, aunque sufra la interferencia de la brusquedad e inflexibilidad de su tío como un sordo recordatorio de la vertiente ingrata de la vida, sobre todo la que se relaciona con las figuras masculinas. En aquella otra chica siente la herida de su falta, como si las piezas encajaran, un hijo sin madre, una madre sin hijo.
La indagación de los vínculos familiares es una forma también de intentar cicatrizar su propia herida, su propio estado de pesadumbre aún en suspenso, sin resolver. Esa indagación la confrontará con el lado siniestro más turbio. Si su tío lo refleja de modo más inocuo, aun desabrido, la búsqueda de vínculos posibles para aquella niña la confronta con el desprecio de la vida ajena, con la utilización y explotación de los otros, en concreto, de otras mujeres, como esclavas, meros cuerpos que son instrumentos de placer, de las que no importan lo que sienten o sueñen, quiénes sean o de dónde provengan. Son cuerpos para suministrar placer, cuerpos forzados, violados, o incluso eliminados cuando ya son estorbo. Anna usa el diario como forma de esclarecimiento, pero quien puede proporcionarle la traducción que aporte alguna información orientadora, tras la primera reticencia de su tío, por inflexibilidad moral, será precisamente quien fue su violador, el jefe (vor) de la mafia rusa en Londres, Semyon (Armin Mueller Stahl). Esa confrontación propiciará que recupere su fuerza vital. No se amilanará pese al peligro que suponga para su vida enfrentarse a quienes no tienen escrúpulo alguno en eliminar vidas. La ayuda decisiva provendrá de un hombre que parecía lo contrario, como si su decepción o recelo con respecto a los hombres tras la separación afectiva se tornara de nuevo confianza. El hombre que parece siniestro, uno más de aquellos hombres peligrosos, Nikolai (Viggo Mortensen), el chofer del hijo de Semyon, Kirill (Vincent Cassel), se revelará como el héroe que aborte la amenaza y posibilite que cree de nuevo un hogar que ya no es sólo refugio de emociones astilladas, sino edificación de una ilusión, con la adopción del hijo de aquella adolescente que no pudo realizar sus sueños.
2. Viggo Mortensen interpretaba en la precedente 'Una historia de violencia' (2005) a un hombre que parecía un hombre ordinario, como muchos otros, un hombre respetuoso con la ley, un hombre integrado en una comunidad, pero su capacidad de resolución en una situación de peligro determinará la irrupción de un pasado que había ocultado incluso a su familia. Joey era Tom, y era un hombre que destacaba por su pericia en el uso de la violencia y de la crueldad, un hombre que formaba parte una banda de criminales, liderada por su hermano, un hombre nada respuestoso con la ley ni con la vida ajena. Tom se convirtió Joey porque había decidido cambiar su modo de vida, sus códigos de vida, porque había decidido ser otro, vivir la vida con otra actitud. Lo que dejó de ser no dejaba de permanecer agazapado, como una opción que se arrincona en suspenso, con el deseo que sea de modo permanente. En 'Promesas del este' parece que Nikolai es un hombre integrante de una banda de criminales, un hombre que puede parecer más bien turbio y peligroso ya sólo por las compañías que le rodean. Aunque hay detalles, gestos, acciones que parecen indicar que no es como esos otros, por cómo trata a una prostituta (luego se revelará cómo fue liberada de su esclavitud por la irrupción posterior de la policía, un indicio de la final revelación), o cómo trata a la misma Anna (le arregla su moto, la trata con consideración). Ni en un caso u otro se asemeja a la suficiencia y desprecio de Kirill. En principio, parece a Anna que es como los demás, alguien del que no se puede fiar. Pero la suma de acciones consideradas, que incluyen la ayuda para que no eliminen la vida del bebé, determinará incluso que le pregunte quién es.
Nikolai parece alguien que quiere integrarse en un grupo, ser participe de unos códigos, que llevan incluso inscritos en la misma piel mediante tatuajes que describen y definen quién es cada uno, cuál es su posición, cuál su historial o pasado. Cuando pasa el examen ante los principales jerarcas de la mafia, lo hace casi desnudo, mostrando sus tatuajes. Cuando es utilizado por Semyon para que crean que es su hijo, y así sea abatido en vez de Kirill, también está desnudo, en este caso en una sauna. La ceremonia de integración no era sino una simulación para conseguir que se confíe y no piense que realmente está siendo enviado al matadero como pieza sacrificial. De todos modos, también Nikolai simula que quiere integrarse. No participa en la ceremonia de aceptación porque crea en sus códigos. Si Tom dejó de ser para convertirse en Joey, o lo que representa Joey se desprendió de lo que representaba Tom, porque quería cambiar de escenario de vida, y para ello era necesario cambiar de actitud ante la vida, Nikolai realiza una misión. Es realmente un infiltrado. Un representante de la ley que simula ser uno de ellos para integrarse en la organización, y alcanzar su cúpula, reemplazar al que la rige, para de ese modo desmontar y derruir ese escenario. Es un actor que finge lo que no es para deshabilitar un escenario, para que una realidad deje de ser. Howard Shore, que ha colaborado con Cronenberg en casi todas sus películas desde 'Cromosoma 3' (1979). compone otra excelente banda sonora.

domingo, 26 de febrero de 2017

Trágica sugestión

En la producción británica 'Trágica sugestión' (The dark tower, 1943), de John Harlow, con guión de Reginald Purcell y Brock Williams, el dominio de la hipnósis se aprovechará para ejercer un dominio sobre la voluntad, el cuerpo, que se pretende poseer, controlar, el de la mujer que se ama o desea. Por añadidura, además de finalidad, se utilizará como instrumento para ejecutar, por delegación, un deseo siniestro. Si la relación sentimental, el amor, se puede considerar como un ejercicio de equilibrio, de acróbatas o funambulistas emocionales, la hipnosis representa la acción extrema que fuerza ese equilibrio para imponerse sobre la otra voluntad; fuerza la realidad, la somete a su capricho o deseo, ya que de modo espontáneo la otra voluntad no corresponde. Mary (Anne Crawford) y Tom (David Farrar) comparten número de acrobacia en el circo que dirige Dalton (Ben Lyons, el hombre que descubrió a Norma Jean Dougherty y la bautizó artístícamente como Marilyn Monroe). La intrusión del hipnotista Torg (Herbert Lom) alterará la estabilidad y armonía de su relación artística y sentimental.
Por su don, Torg se convierte en el nuevo fenómeno que pueda atraer público a un circo que parecía haber perdido capacidad de reclamo. Con su habilidad sugestionadora logra que Mary, bajo hipnosis, descienda por una cuerda deslizándose sobre sus pies sin necesidad de utilizar nada, ni a nadie, o sea Tom, para mantener el equilibrio (y Torg intentará que eso también se extienda a la relación sentimental). Torg es alguien que necesita reconocimiento, necesita el respeto que implica reverencia. Necesita remarcar su posición alcanzada (de ser un vagabundo a ser alguien notorio), y lo manifiesta en la compra de ropa o de un coche que resalten su éxito. Su ego se inflama, y necesita que todas las piezas alrededor se adapten a su voluntad. Si Mary ama a otro, se hace necesario, por tanto, hacer uso de su poder para manipularla y dominarla como si fuera una mera extensión de su voluntad, cual muñeco de un ventrílocuo, pero ella de su mente.
Para asegurar ese propósito, primero, resulta necesaria eliminar de la ecuación a la interferencia, el rival, Tom. Para conseguirlo, utiliza como instrumento la voluntad dominada de Mary. De este modo, conseguirá que provoque que Tom se precipite en el vacío, como si fuera un accidente. Durante la convalecencia de este se consolidará su número, lo que convertirá la actuación en un dueto, el de Mary y Torg, ya excluido Tom. En la ejecución de la hipnosis se resalta la sexualidad implícita. La interacción de los primeros planos de los ojos de ambos afianzan un sometimiento de raigambre sexual. La mirada de Torg penetra la de Mary para convertirla en suya. El sujeto amado se convierte literalmente en objeto. Quien es deseada o amada mira como mira quien proyecta y desea, e incluso actúa como quien proyecta y quiere. Es una muñeca complaciente, un instrumento y un objetivo a un mismo tiempo. Sólo la intrusión de quien ama realmente (y no pretende modelar ni imponer), Tom. De modo significativo, será en el espacio o en la circunstancia que, física y metafóricamente, recuerda el equilibro sentimental, sobre la cuerda de funambulista, donde Tom logrará desestabilizar el dominio para recobrar una estabilidad que era natural y no artificial ni impuesta.

sábado, 25 de febrero de 2017

El fundador

Ray Krok (Michael Keaton) es un emprendedor. Ray Krok es un canalla. Ray Krok es sin duda persistente. Y aunque concluya que su éxito no se debe a su genio, ni a su talento, ni a su educación, sino a su persistencia, pues hay muchos genios, muchas personas con talento y gente con notoria educación que fracasan, no sólo la persistencia será la clave de la consecución de su apabullante éxito, sino también los giros favorables del azar (la ecuación de lugar y momento oportuno). 'El fundador' (The founder, 2016), de John Lee Hancock puede verse como un díptico narrativo. En un pliego, la primera parte, Krok parece un empecinado emprendedor que intenta dotar de realidad a un sueño, un propósito, una visión, una idea que cree puede proporcionarle el logro del éxito, pero que parece lastrado por las reticencias del inmovilismo de quien parece satisfecho con el éxito a pequeña escala, en una órbita local, y también por la colisión de egos que quieren imponerse o remarcar quien rige el territorio.
Krok, un comercial que, allá por 1954, recorre los establecimientos comerciales con sus maquinas de hacer batidos se intriga con la solicitud de varias por parte de un establecimiento de carretera (Drive-in). No duda en recorrer cientos de kilómetros para comprobar cuál puede ser la razón. Se encuentra con un negocio que parece solventar los problemas recurrentes en ese tipo de establecimiento: no tardan en entregar el menú solicitado, no se equivocan, porque cada cliente lo solicita directamente en la ventanilla sin tener que esperar en su vehículo, y además su clientela no parece restringirse a los jóvenes sino que más bien abarca hasta un espectro familiar. Además, su eficiencia se debe a cómo los hermanos McDonald, Mac (John Carroll Lynch) y Dick (Nick Offerman), han planteado también la elaboración en serie de sus productos, definida por la presteza. Krok considera que ese negocio singular no puede restringirse a aquel escenario en San Bernardino sino que debe ampliarse a escala nacional. Pero los hermanos reconocen que carecen de las habilidades necesarias para establecer una franquicia. Por tanto, Krok se entrega a la materialización de esa visión. No es su idea original, pero sí su empeño en convertirla en un éxito a gran escala.
Claro que su visión le ofusca la visión de otros aspectos, por lo que colisiona con unos términos de contrato que no resultan nada favorecedores para él, con lo que su inversión de tiempo y dinero no encuentra correspondencia en el escaso porcentaje que le corresponde. Su esfuerzo, como suele ocurrir en muchos casos, se ve estrangulado por unas condiciones que favorecen más a otros. Se produce un tira y afloja con los hermanos Mac que parece destinado a encasquillar su ilusión, acrecentada la aparente imposibilidad por la incapacidad de encontrar la adecuada solución que propulse su proyecto de crear una franquicia. Y entra en juego el azar, la contraseña mágica del lugar y momento adecuado. Cuando parece no sólo que se va a frustrar su proyecto o sueño, sino que se van a derrumbar los cimientos de su vida debido a las deudas contraídas con el banco, un conocedor de las tramas financieras, ese espectro intangible de arteras especulaciones, le escucha en el banco a donde Krok ha acudido para pedir alguna prorroga, y le ofrece sus conocimientos para no sólo superar su situación delicada sino lograr propulsar el proyecto con los instrumentos adecuados: la compra de bienes raíces (lo concreto, los suelos, conjugado con lo abstracto, la posesión territorial).
Krok cruza al otro lado del pliego, ese en el que se encontrará en el otro extremo de la posición. De sufrir la impotencia de una posición dependiente y condicionada pasará a ser la posición que puede dominar y definir el escenario, con las consiguientes extracciones de interferencias y rivalidades. Es en ese tránsito donde el emprendedor se fusiona con el canalla. No hay escrúpulos ni problemas de conciencia. Se posee las adecuadas herramientas, ya no es un sufrido incomprendido, sino quien puede infligir padecimiento a otros para preservar su posición y potenciar sus beneficios. Del mismo modo, como quien realiza un disparo con silenciador, en plena cena, sin alzar la mirada siquiera, escupe un 'quiero el divorcio' a su desconcertada y perpleja esposa, Ethel (Laura Dern), como quien toca una tecla para que salte el resorte correspondiente que satisface su necesidad o deseo. Ya sabe cómo conseguir lo que quiere, y desenfunda sin miramientos. No sólo se enriquece con establecimiento fast-food, de comida rápida, sino que aplica la aplicación de fast/rápido a cualquier aspecto o circunstancia. Por eso, la narración que avanza como impecable engranaje que no desfallece sino que mantiene el mismo ritmo, casi implacable, finaliza con el plano de un desenfoque sobre un reflejo en el espejo: la figura de Krok alejándose para dirigirse al encuentro del presidente de su país. Krok es una figura que logró el éxito económico a mayor escala, alcanzó la cima de la pirámide, cual faraón, atropellando a quien fuera en pos de la consecución de su victoria. Pero se emborronó y difuminó en el reflejo que dotó del fulgor material más deslumbrante posible a su escenario de vida. El arco dorado del fulgor le convirtió en sombra. El fundador de un imperio emborrona la mirada porque sólo se preocupa del reflejo de su propósito. Aunque no le importara demasiado cuand se domina el escenario de los reflejos. Carter Burwell compone otra excelente banda sonora.

viernes, 24 de febrero de 2017

Logan

Digamos que Logan (Hugh Jackman) también se llama Shane. Aunque no porta un revolver sino afiladas cuchillas como garras que brotan de sus nudillos. Es una figura errante, que carece de hogar. Su errancia es más bien trivial como conductor de limusina, como trivial es el mundo que habita, del que son emblema los seres huecos que traslada como pasajeros. Su hogar refleja su carencia, una fábrica abandonada en mitad de la nada, en un paraje desierto, pura roña como su mismo organismo, que se va degradando por dentro, como su mismo talante, amargo y cínico, como desesperación y cansancio que escupe ácido, aunque lo intente narcotizar con el alcohol. Parece deshabitado, como si sólo deseara borrarse de la vida, como ya los mutantes son figuras en extinción. Aunque ignora que las nuevas generaciones se han convertido en productos. Ya no son rechazados como abortos de la naturaleza, sino como errores comerciales. Logan ya no cree en nada, nada quiere de nadie. Por eso, Logan confrontará su proceso de descomposición, no sólo el de su físico que pierde facultades, sino sobre todo el de su amarga pulsión de muerte, con la insurgencia del cuerpo joven que posee sus mismos atributos, e incluso su misma sangre. Aquí no es un niño como Joey (Brandon De Wilde) en ‘Raices profundas’ (1952), de George Stevens, que contempla con admiración a Shane (Alan Ladd), el pistolero errante que ha brotado de la nada para hacer desaparecer la violencia mediante el ejercicio de la violencia y luego él mismo desaparecer en el indefinido horizonte. En la notable ‘Logan’ (2016), de James Mangold, es una niña, Laura (Dafne Keen), con las mismas cualidades que Logan, incluso superiores porque es hembra (como las leonas posee garras de ataque y de defensa, delanteras y traseras), quien le confronta con su falta de ilusión y de impulso vital. Ese contraste, entre quien irrumpe en la vida y quien parece querer salir de escena, acrecentado con la relación con un nonagenario profesor Xavier (Patrick Stewart), al que Logan cuida en un espacio uterino herrumbroso, dota a la narración de una tristeza que se va sedimentando en la narración hasta densificarse en la hermosa secuencia final.
‘Logan’ revitaliza no sólo una franquicia, sino a un subgénero como el de los superhéroes que parecía atascado en el bucle de la redundancia. Pero no sólo busca otros senderos, en los que el desarrollo y conflicto de los personajes sea el núcleo central, en equilibrada armonía con contundentes secuencias de acción, sino que se impregna de una emoción fronteriza y un incisivo substrato reflexivo que no rehuye la aspereza en varios sentidos. No sólo en el patetismo de mostrar a Logan ayudando al profesor Xavier a introducirse en un mugriento baño de carretera para poder mear. ‘Logan’ confronta con la idea de hacer daño. No importa si es a buenas o malas personas. No hay justificación, sino la asunción de que todo el daño que infliges, toda vida que sustraes, la acarreas contigo para siempre, como Shane le expresaba a Joey en la última secuencia de ‘Raices profundas’. Eres lo que eres, y no puedes negarlo, como no siempre se puede lograr cambiar por mucho que se intente. Logan ha querido ser lo que no es, y su vaciamiento se ha tornado en amargura, entraña y mirada herrumbrosa.
La furia que le caracterizaba, constituida en garra de metal, la ha dirigido hacia sí mismo, como ácido corrosivo. Por eso, literalmente, se enfrentará al reflejo de su cólera y amargor sin emoción ni escrúpulo alguno, ese que le ha derrotado y convertido en una renqueante figura deambulante desprovista de luz (lo que ha no ha dejado de matarle durante toda su vida como un tumor que llevara dentro de sí). Significativo es que el mutante que le ayuda en el cuidado de Xavier sea un albino, Caliban (Stephen Merchant), quien físicamente no soporta la luz, que abrasa su piel. Logan se abrasa interiormente porque se niega a integrar la luz ya en su vida, como si no fuera posible. Una niña, que brota de su sangre, como una figura del horizonte que no se podía imaginar, restituirá el último suspiro de su ánimo combativo contra un sistema de vida tramado por el abuso y la explotación (que a él mismo creó como su instrumento). Los niños nacidos en laboratorio son el fruto de la inseminación artificial de genes mutantes en mujeres emigrantes mejicanas que después eliminaban. Lo otro, de nuevo, lo rechazado y estigmatizado, lo que no se quiere que cruce la frontera para contaminar la pureza de la raza dominante. Por eso, la liberación sólo será posible si se cruza la frontera. No hay que entrar, hay que huir de un país en el que los pequeños granjeros o ganaderos se ven acosados y amenazados por los poderosos, que además cultivan materia sintética para injertar con el consumo de bebidas tonificantes la ilusión de que el mal día es un buen día, que lo que te erosiona se puede deglutir y soportar.
Precisamente, esa familía granjera, negra para más señas, representa la vida hogareña de la que ha carecido siempre Logan. Pero el sueño que dejó de serlo porque no logró ser no deja de estar amenazado como posibilidad, como si su duración no fuera factible. Cuando se cruzan sus destinos, esa familía porta unos caballos, que se desbocan en mitad de la carretera, tras perder el control del coche en el que los transportan por la maniobra de un camión de la empresa todopoderosa que los echa de las carretera. Esos caballos que representaban la libertad que no podía conseguir el agonizante protagonista de ‘La jungla de asfalto’ (1950), de John Huston. En ‘Raices profundas’, la familias de granjeros lograban liberarse de la opresión violenta del todopoderoso ganadero gracias a a la intervención de Shane. En ‘Logan’ pierden la vida a manos, precisamente, de su reflejo, como si no consiguiera escapar de su sombra, que desgarra y mata toda posible vida armónica. Logan no cree que haya sueños, ni que existan lugares edénicos más allá de los que existen en las páginas de un comic, como en la vida real la gente muere y sufre de verdad daño. En este sentido, ‘Logan’ es una película que duele con su filo de tristeza, porque recuerda que hasta los héroes son vulnerables y mortales. Porque recuerda que la confrontación con los que abusan de su poder y explotan a los desfavorecidos puede derivar en derrota. Aunque la ilusión siga alentando como una gota de sangre con insurgentes garras afiladas que se aleja hacia un horizonte no indefinido sino aún marcado por las fronteras que niegan.

jueves, 23 de febrero de 2017

El callejón de las almas perdidas

El director de escena, el director de la pista de circo, el artista ferial que domina el escenario, con sus trucos y habilidades, con la adivinación o la hipnosis, y cautiva las mentes de los espectadores, es como un dios a una pequeña escala. Se distingue de sus congéneres, como si fuera el primer eslabón de una nueva especie. El escenario es su reinado. Y el escenario es el enlace con lo extraordinario. Él muestra, introduce a universos insólitos, revela lo inconcebible, hace posible lo inimaginable. El monstruo (freak), el bicho raro (geek), es, en cambio. la nada, el escalafón más bajo, la mancha que no se hizo forma, medida, proporción, la miseria de la materia, la degradación de la imagen. El director de escena capta, cautiva y dirige las miradas, el monstruo las fuerza porque la mirada forcejea entre la atracción mórbida y la negación del rechazo. El monstruo es mostrado, objetualizado en su condición de anomalía, sublimación de la repulsión y la vergüenza, la Otredad abismal que inspira miedo, asco e irrisión (la risa nerviosa que tiembla por no hacerse grito), lo que no se sueña ser, el accidente que se abominaría ser: su presencia en el escenario, su separación en ese otro ámbito, fuera de lo corriente, afianza la propia normalidad, la privilegiada condición de ser uno más que no es mostrado. Entre el dios y la escoria, los congéneres que son semejantes, proporcionales, los seres humanos que no destacan, y habitan la discreción de la intercambialidad, el público, los espectadores, las mentes sugestionables.
El callejón de la pesadilla puede ser el que recorres para convertirte en un monstruo cuando aspirabas a convertirte en un director de escena. Quizás sean unos frágiles límites los que pueden separar una condición de otra. Nightmare alley (callejón de pesadilla) es el título original de 'El callejón de las almas perdidas' (1946), de Edmund Goulding, Magnífica adaptación de la excelente novela de William Lindsay Gresham. No se suele integrar dentro de las coordenadas del género de terror, pero la espesura de su blanco y negro supura abyección. La ambientación de las ferias rezuma sordidez y tristeza vital. Se palpa el barro y la herrumbre en las ruedas de los carromatos, y en algunas entrañas rotas, o en otras con la mirada encendida por la ambición. No hay crímenes sino muertes accidentales porque un artista que ya es una patética sombra de lo que fue ingiere el alcohol con el que se lustra el cuero. Era un reflejo deteriorado, dependiente ya de la aturdidora dosis de alcohol, de quien parecía tiempo atrás un dios escénico. En cambio, el joven aprendiz, Stanton (Tyrone Power), aquel que propicia el accidente al suministrarle la botella equivocada, anhela triunfar en los escenarios. Stanton utilizará el recurso que sea necesario para conocer los trucos que hagan creer al espectador que puede adivinar, saber, lo que sea de cualquiera. El aparente dominio de la realidad mediante el conocimiento, el real dominio de las mentes con la sugestión y el engaño.
El recorrido narrativo es el de una ascensión, de los carromatos de las ferias a las salas de locales de lujo o sesiones privadas para los más prósperos, y el de una caída, cuando Stanton se convierta en lo que contemplaba desde la distancia, lo no visible, o lo que sólo es visible en el escenario como un reflejo distorsionado, el bicho raro que es utilizado como atracción de feria por su deformidad, degradado a la condición de pura bestia que incluso descabeza cuellos de pollos con sus dientes: nunca le vemos, porque realmente nadie le ve, se muestra pero no se discierne quién es, es una máscara, una cosa, una atracción de feria, un cuerpo degradado, una desesperación ignorada.El manipulador sin escrúpulos se convertirá en patética y miserable atracción. El que aspiraba a dominar el escenario, e incluso las mentes de los espectadores, el que aspiraba a ser más visible que nadie, el centro del foco, se convertirá en su opuesto, la figura deforme que es objeto de irrisión pero permanece invisible tras el cautiverio de su pesadillesca máscara espectacular. La imagen que cautiva se convertirá en imagen desfigurada que horroriza, la voz que subyuga en grito inarticulado de angustia que corre como si huyera de su condición. La monstruosidad de la crueldad, la monstruosidad de la aberración moral, deriva, encuentra su cáustico contrapunto, y se revela corporalmente, en la aberración, fealdad, anomalía y deformidad física. La monstruosidad que no se muestra, porque se camufla en el dominio del escenario, en la manipulación de las apariencias y la percepción, a través de las artimañas y los trucos, se muestra.
Porque, ¿cuándo se es realmente más monstruo? ¿Cuando se muestra o cuando no se muestra?¿Cuál es la relación especular entre la monstruosidad interior, oculta y la monstruosidad corpórea, manifiesta? La mirada ferial, la mirada del que aspira a ser director de puesta en escena, o de pista de circo, de la realidad, es una mirada tan arrogante como ajena, una mirada con ambiciones de completo dominio. Por tanto, puede derivar en enajenación, cuando su propósito se desquicia, cuando se relaciona con la realidad como si esta fuera una mente sugestionable, moldeable, cuando no concibe limitaciones para su influjo. El escenario se extiende a la propia realidad, y ya esta es un escenario que configura (y desfigura), que manipula y conforma (con la deformidad sensible y ética de su abyecta mirada). El punto álgido de la arrogancia de Stanton de controlar la ilusión y la sugestión, la representación y percepción de la realidad, que precederá a su caída, implica el dominio de la vida y de la muerte, cuando hace creer a un rico potentado, mediante una elaborada puesta en escena, que puede entrever en su jardín a su hija fallecida (que no es sino una actriz amparada en la distancia y las sombras).