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sábado, 5 de agosto de 2017

Regreso a Montauk

La vida que desperdiciaste, la vida que dañaste. Hay una edad en la que ya miras hacia atrás y quizás adviertas que hay algunas sombras que no han dejado de perseguirte, aunque quizás las hayas mantenido amordazadas en algún rincón de mente. Esas sombras suelen portar las garras afiladas del remordimiento. El remordimiento de lo que hiciste, y quisieras no haber hecho, por el daño que infligiste. Y el remordimiento por lo que no hiciste, por lo que quedó truncado, y por tanto pendiente, por torpeza, negligencia, inconsciencia o atolondramiento, porque no supiste actuar con la suficiente determinación, porque priorizaste otros aspectos que luego advertiste no eran tan valiosos ni sustanciales, más allá de su relevancia circunstancial, o porque no supiste, en ese momento, considerar qué era lo que te aproximaba, más que nada, más que otras personas, a una sensación de plenitud. Y un día desapareció de tu vida, como tantas otras cosas. Se desvaneció incluso en el recuerdo, como una pintura que se va emborronando. Hasta que lo que permanecía agazapado despierta o reaparece y te confronta con la falta, con lo que tu vida no ha sido, con lo que sientes que aún permanece como un boquete, que asemeja a una herida, en tus entrañas. Esa sorda insatisfacción de que no has vivido plenamente, de que has dejado escapar algo, de que has vivido de refilón, o de modo insuficiente, como una sombra que no acaba de perfilarse del todo como cuerpo. En la primera secuencia de 'Regreso a Montauk' (2017), de Volker Schlondorff, inspirada en una obra de Max Frisch, Max Zorn (Stellan Skarsgard), condensa esos dos remordimientos, dirigiéndose a cámara. Parece un momento confesional, pero es parte de la lectura de unos fragmentos de su último libro, Cazador o cazado, que presenta en Nueva York. El yo quizá sea él. En la novela, en ciertos pasajes, incluso en una misma frase, varía la voz, del yo al él. Lo que suspende la interrogante sobre si lo que se evoca es personal o no, si es real o ficción. Y por extensión, sobre la identidad, sobre quiénes somos en ese difuso límite de tejido real y ficticio. Cómo nos vemos a nosotros mismos, cómo nos relatamos, cómo enfocamos el recuerdo, la vivencia vivida, y la naturaleza de su poso en el presente. Si somos también expectativas, cómo las sangra la rememoración, y en concreto, el remordimiento.
El relato posterior evidenciará que el pasaje expuesto, la reflexión planteada, quizá haya despertado precisamente remordimientos amordazados, hibernados. Max está acompañado por Clara (Susanne Wolff), pero el encuentro imprevisto con un amigo que no veía en mucho tiempo, Walter (Niels Arestrup), abre una fisura en el fuselaje de su memoria, por la que irrumpe el recuerdo de Rebecca (Nina Hoss), una mujer que siente que amó como a ninguna otra, y cuya relación interrumpió o truncó por tomar otras direcciones, aunque se justificara en la determinación de unas circunstancias imperiosas (como forma de mitigar la consciencia de una negligencia). Max, evidencia, desde un primer momento, que tiende a intentar que la realidad se ajuste a su voluntad y deseo, como un elefante que entra en una cacharrería, aunque, por supuesto, no sienta que sea un elefante ni que realmente cause destrozo alguno (sino, más bien, que simplemente es un cazador de la realidad que anhela materializar). No parece ser consciente, por ejemplo, de las precariedades de Clara, ni de que no puede irrumpir en espacios ajenos o vidas ajenas como si no hubiera contraseñas ni trámites o no considerara las necesidades o prioridades de esas otra voluntades. Su película es la que intenta trazar los acontecimientos, y el guión de su película se estructura sobre un propósito, reencontrarse con Rebecca, como quien puede reiniciar el argumento donde quedó interrumpido, y quizá incluso plantear rectificaciones. Intenta irrumpir en el edificio en el que ella trabaja, pero debe afrontar que hay trámites que seguir para poder hacerlo. Irrumpe, en la noche, en el hogar de Rebecca, en cierto estado de embriaguez, como si no considerara la hora intempestiva ni lo que a ella le pueden suponer esos modos un tanto avasalladores, como quien piensa que la realidad dispone de un timbre con el que conseguirá que siempre complazca sus requerimientos.
Se define a Max, o su relación con la realidad (su forma de habitar la realidad), a través de su relación con diferentes espacios o escenarios. Lo primero que comenta a alguien a quien no ha visto en décadas, como es el caso de Rebecca, con quien sólo ha intercambiado previamente unas pocas palabras en el vestíbulo de entrada del edificio de su empresa, es su sorpresa por la opulenta condición de ese piso. Sus preguntas intentan clarificar cómo lo ha conseguido, por cuanto perfila su posición, o como si ya se definiera a través de esa faceta (o los medios para conseguirla). No imagina, de entrada, que pueda ser por lo que gana con su labor como abogada. Lo primero que pregunta en el piso de la empleada de su editorial que organiza sus encuentros, presentaciones y entrevistas, Lindsey (Isioma Laborde-Edizien), al que ha ido para que ella le cosa y ajuste los pantalones que se ha comprado, es cuánto cuesta ese apartamento que parece el extremo opuesto del de Rebecca. No difiere mucho del que ocupa Clara, del que primero destaca el desagradable olor que proviene del establecimiento de comida que está debajo. Comentario más sangrante en su desconsideración, por su altivez implícita, porque ha estado ausente dos días y una noche, sin compartir que la razón fue que quería compartir un tiempo con la mujer que quiso reencontrar, Rebecca, a quien acompañó en un viaje cuyo propósito era visitar una casa en la costa que consideraba comprar. Esta casa, espacio sin muebles, desprovisto y aún por definir (pasado despojado, futuro incierto), es un escenario que, más allá, de nuevo, de dejar en evidencia su altivez (ella ironiza con que antes lo poseía un ensayista, y él se lo cree, aunque muestre su perplejidad, hasta que ella apostilla que no, era un abogado que se enriqueció mediante la ejecución de demandas: lo que dice mucho de nuestra sociedad, por otro lado), transmite cierto vacío que resuena, como reflejo, en ese encuentro, aunque Max piense que sea el reencuentro con una plenitud perdida o frustrada por su torpeza pretérita (estableció otra relación, y un embarazó ya determinó que tomara, sin vuelta atrás, esa dirección: como si la realidad fuera la que realmente cosiera, y no dejara de cazarle, pese a su presunción de cazador de la realidad anhelada).
El espacio fronterizo de la costa, la meteorología invernal, la falta de presencia humana, delata un reflejo que él no parece querer advertir hasta que se confronta, o colisiona, con la revelación de que quizá sus fantasmas no sean compartidos. Quizá ella tenga otros que se superpusieron sobre los recuerdos de su amor truncado y que dejaron una huella aún más poderosa. En sus heridas palpitaban otros fantasmas con más calado que no tenían nada que ver con él sino con otro. Lo que no fue no puede ser porque esa relevancia, para él, fue desenfocada por otra película o relación posterior de ella, aunque truncada no por una voluntad torpe sino por circunstancias trágicas. No todo se puede controlar en la vida. No se pueden rectificar los errores cuando se quiere, como quien recompone una película. Hay pinturas que se desvanecen, como la de Paul Klee que quiere que recupere Walter, pero él rechaza porque ya ha visto con claridad su relación con el presente y pretérito, el daño que ha infligido, ahora también a Clara, y lo que irremisiblemente ya desperdició por sus torpezas pasadas, y no puede ser recuperado, o reanimado. Habita un escenario vital que asemeja a ese espacio de la casa de Walter, un espacio en el que conserva obras artísticas que ha comprado, y que ante todo le reportan el placer de que son suyas. Max habita también un escenario de películas, de ficciones o escenarios de su mente, mientras constata cómo los cuerpos se separan, y se desvanecen, como la estela de un avión en el cielo.

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