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sábado, 7 de octubre de 2017

El forajido

En la incendiaria ‘El forajido' (The lawless, 1950), de Joseph Losey, Wilder (McDonald Carey) es un periodista que fue corresponsal de guerra en Varsovia, pero que parece haber perdido su ánimo combativo, comprometido, por la serie de decepciones que ha sufrido ante tanta injusticia y miseria, y ha optado por ‘retirarse’ de la realidad, dirigiendo un periódico en un remoto pueblo (el imaginario Santa Marta) en la frontera con México. Pero no se puede pretender quedarse al margen soñando con una Arcadia que no parece posible, hay que mancharse combatiendo a aquellos que una y otra vez imposibilitan su realización. Por eso, decidirá ‘intervenir’ cuando se acreciente la atmósfera de animosidad en el pueblo contra los latinos, y, en concreto, contra el chico mejicano acusado de matar a un policía ( y agredir a una chica blanca), Paul (Lalo Ríos), al que apoyará desde su periódico, incluso solicitando ayuda económica para sufragar la contratación de un abogado. Lopo (Maurice Jara), amigo de Paul, es un chico mejicano que sirvió en el ejército, enfrentándose a los nazis, y ahora lo hará a una ciega turbamulta que como no ha conseguido linchar a su amigo, Paul, ha decidido destruir el periódico de Wilder. Ese pasado compartido por ambos personajes no deja de ser una corrosiva asociación, asociar la persecución de judíos con la de los mejicanos, y a los nazis con el comportamiento xenófobo de una masa, en la que se encuentran ecos de aquella de ‘Furia’ (1937), de Fritz Lang, o ‘Ellos no olvidarán’ (1938), de Mervyn LeRoy.
Después de la segunda guerra mundial, a la par comenzó la virulenta persecución de los ‘antiamericanos’ (comunistas) con la Caza de Brujas, se produjeron una serie de películas que incidían en denunciar la arraigada y extendida xenofobia en el país (sobre judíos, negros, latinos…), en títulos como ‘Encrucijada de odios’ (1947), de Edward Dmytryk , ‘Lazos humanos’ (1947), de Elia Kazan, o ‘Intruder in the dust’ (1949), de Clarence Brown. La obra de Losey no dejaba de ser un recordatorio de que subsistía una mentalidad que había provocado los violentos altercados entre chicos latinos y soldados blancos en Los ángeles en 1943: Aunque hubiera bastantes chicos latinos en el ejército, a muchos soldados blancos les parecía una mofa, incluso antipatriótico, que portaran el uniforme. No eran dignos de representarles en tiempo de guerra, eran una ‘mancha’ para el uniforme. El guionista es Geoffrey Homes, que adapta su propia novela, como ya hizo en ‘Retorno al pasado’ (1947), de Jacques Tourneur. Posteriormente, ya utilizando su verdadero nombre, Daniel Mainwaring, firmó los guiones de ‘El imperio del terror’ (1955), de Phil Karlson, una ácida versión del caciquismo en la America profunda, o ‘La invasión de los ladrones de cuerpos’ (1956), de Don Siegel. Losey escribió: ‘Esta es una de las cosas que me une a Daniel Mainwaring: su experiencia del ‘Americana’, la nostalgia de las buenas cosas de las pequeñas poblaciones. Recuerdo el olor de las hojas quemadas a la noche en el otoño. Y recuerdo el olor de las navidades, el brillo en el aire en los partidos de fútbol, y el sonido de los trenes lejanos. Y Dan lo recuerda todo’. Ambos derrumban esa imagen, o revelan cuán podridas son ya las raíces de las entrañas del país, a través de su implacable retrato de una prototípica pequeña población. Wilder, en un momento dado, expresa que quisiera recuperar eso (es la razón por la que dejó de ensuciarse las manos denunciando tanta injusticia), pero ya parece parte del pasado (o relegado al sueño de un mito).
No cuesta equiparar a aquella horda que perseguía a la pareja protagonista en las secuencias finales de ‘La invasión de los ladrones de cuerpos’ con la que hace lo mismo con los mejicanos en el electrificante tramo final de ‘El forajido’. Las que están quemadas son las mentes de esta masa ciega, además tan sugestionable, ya que son soliviantadas, manipuladas aviesamente, por la prensa, en concreto por la periodista que llega de la ciudad, Dawson (Lee Patrick), que suelta ‘perlas’ como que le cuesta distinguir en los latinos a unos de otros, o tergiversa sin escrúpulo alguno los hechos, o los testimonios ( como presentar a la chica como agredida por Paul cuando se golpeó la cabeza con un madero) , porque el cinismo o el pragmatismo manda, y hay que vender portadas. En el otro extremo de esta actitud periodística está Sunny Garcia (Gail Russell), quien escribe en un periódico de pequeña tirada, en español, ‘La luz’, que agita los rescoldos de conciencia o compromiso que permanecían dormidos en Wilde, quien, huyendo del cinismo que había apreciado como predominante en su profesión, se había apoltronado en la resignación (o en la convicción de que no puede modificarse el estado de cosas o las rapaces y crueles tendencias de la naturaleza humana).
Hasta el estallido de violencia (el enfrentamiento entre jóvenes mexicanos y blancos, cuando estos irrumpen en una fiesta de los primeros, que propicia que Paul golpee involuntariamente a un policía, y decida huir, encadenándose la tan trágica como absurda sucesión de hechos accidentales), se ha apuntado con precisión toda la carga ya latente de tensiones raciales, desde la secuencia inicial en la que el capataz muestra su desprecio xenófobo cuando Paul y Lopo no se pliegan a trabajar más horas de las estipuladas como recolectores de frutas, o el enfrentamiento que tienen, posteriormente, con dos jóvenes blancos al colisionar sus coches en el barrio latino, Sleepy hollow (aquí los que no tienen cabeza y se dedican a ‘cortar’ las de otros, los ‘otros’, son los blancos). Hay estupendas ideas, algunas mordaces, como el hecho de que Paul huya en primera instancia en un carrito de helados. O sutiles, de puesta en escena, como el uso de los diferentes términos en el encuadre, como los que señalizan la evolución de la implicación de Wilder, y, sobre todo, la idea de unión entre los supuestamente ‘diferentes; lo que une son las miradas que no discriminan sino que saben reconocerse: la secuencia en la que Wilder da su primer paso de intervención (de tomar partido), incentivado por Sunny, cuando consigue en la comisaría que dejen que los padres de Paul vean a éste (vemos los rostros de Wilder y Sunny en primer término, algo desenfocados, y al fondo, cómo padres e hijo se abrazan; la puerta se cierra, y enfoca sobre la pareja: Sunny besa a Paul); más tarde repetirá encuadre, con Wilder en el coche, en primer término, y Paul agradeciéndole lo que ha hecho por él, y diciéndole que en su mirada había reconocido la de su hermano; Paul se despide y entra en su casa, al fondo del encuadre, abrazándose en el umbral con su madre.
Losey logra hilvanar con armonía el conflicto colectivo con el individual, la evolución de Wilder, y en la que es fundamental la atracción sentimental que se gesta entre él y Sunny, ‘la luz’ que le impulsa de nuevo a comprometerse con la realidad, aunque implique que, por enfrentarse al orden establecido, le ‘corten’ la voz, destruyendo su periódico. Aunque, al final, siempre parece que puede haber quien apoye a las voces disidentes para proseguir con la irreverente voz ‘molesta’ que desentrañe las pútridas tuberías de la sociedad (como hace esta esplendida obra que no ha perdido un ápice de actualidad,). Aunque Losey no tuvo esa suerte, ya que él un par de años después tuvo que abandonar el país, porque le resultaba imposible encontrar trabajo al haber sido estigmatizado en la lista negra de los ‘antiamericanos’. Era también ya uno de los ‘otros’.

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