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sábado, 11 de noviembre de 2017

El faro azul

La vida se ha convertido en una carrera de galgos. Se ha dado un pistoletazo de salida, y no puedes dejar de correr para alcanzar, antes que los otros, el escaso trozo de cielo que queda entre las ruinas. Destaca un detalle singular en las secuencias que tienen lugar en las estancias policiales de 'El faro azul' (The blue lamp, 1950), de Basil Dearden, una producción de la Ealing con guión de T.E.B Clarke, y diálogos adicionales de Alexander MacKendrick: Unos recurrentes ladridos de perro en la distancia, en el fuera de campo. La secuencia final, el climax, aquella en la que los policías, ayudados por los apostadores, atrapan al asesino de un policía, tiene lugar en un canódromo; antecedente, por otro lado, de otra excelente secuencia en un escenario de competición, en 'Chantaje de una mujer' (1962), de Blake Edwards. En cierta secuencia, una anciana mujer denuncia la desaparición de su perro, aunque se muestra imprecisa a la hora de describir sus características, y definir su edad, cuando lo llevó a su casa. Quizá reflejo de cómo aún se sentía el país, como si tras la guerra aún no hubiera afrontado sus ruinas, sus heridas, y aún no lograra cimentar su reconstrucción (incluso moral), en un edificio en el que aún se notaban muchas vías de agua, de criminalidad que se aprovechaba de esa realidad aún no parcheada, con la que traficaba, o que era reflejo de una supuración, de una falta de horizonte. Esa realidad quebrada se refleja en los espacios arrumbados, como el lugar donde encuentran la pistola del asesinato, y donde juegan, significativamente, unos niños.
Esos detalles son sutiles fugas o fisuras en la narración, cuya superficie puede parecer más convencional de lo que realmente es, aunque parezca una apología de las fuerzas del orden, o de su necesidad, ya que la voz en off que introduce la narración apunta que hace falta más policía (como si la realidad se estuviera desmoronando y se necesitara quienes la apuntalaran firme). La estructura narrativa adopta los modos del 'policiaco procedural', o el thriller colindando con el realismo social, la ficción entreverándose con ciertos recursos documentales: el rugoso realismo de las localizaciones, un protagonismo diversificado, y la atención a unos modos de investigación, presentes en producciones estadounidenses como 'La casa de la calle 42' (1945), de Henry Hathaway. 'La brigada suicida' (1947) de Anthony Mann o 'La ciudad desnuda' (1947), de Jules Dassin. De hecho, la película propició una serie de estas características': Dixon of Dock Green' (1955-1976), protagonizada por uno de sus personajes protagonistas, Dixon (Jack Warner).
Por centrarse en los policías uniformados, en este caso los 'coppers', también puede contemplarse 'El faro azul' como un antecedente de la magnífica 'Los nuevos centuriones' (1972), de Richard Fleischer, aunque sin la amargura y nihilismo de esta. Hay un veterano, como allí el personaje de George C Scott, aquí Dixon (que intenta dilucidar si acepta el retiro o pide una prorroga de cinco años), y hay un joven que se inicia, allí el encarnado por Stacy Keach, aquí Mitchell (Jimmy Hanley), al que el primero incluso aposenta en su hogar. En ambos casos el veterano muere a mitad de la narración, en el caso de la obra de Fleischer reflejo de una incapacidad de habitar la vida más allá del uniforme, una desorientación vital que se convertía en lacerante reflejo de una sociedad de cimientos inestables (aquellos que protegen, no saben protegerse a sí mismos, extraviados cuando tienen que enfrentarse a sí mismos, en el espacio íntimo). En 'Los nuevos centuriones' se incide en un interior quebrado, en 'El faro azul' en una realidad agrietada, ruinosa, que puede derrumbarse bajo tus pies. Se refleja cómo una voluntad protectora, entregada, se ve demolida por el rostro de una juventud que no sabe en qué pantalla de la vida mirar, como quien está cegado por el proyector, y sólo busca beneficiarse mientras dura el espectáculo porque éste tiene fecha de caducidad. No deja de ser significativo que ese enfrentamiento tenga lugar en el hall de una sala de cine.
Ese rostro es otro de los aspectos más logrados de 'El faro azul', el de Riley (Dirk Bogarde), una presencia siniestra, diferente, por más escurridiza e indefinible, pero igual de efectiva, que la de Richard Attenborough en la también espléndida 'Brighton Rock' (1947), de John Boulting. Riley es alguien que en algún momento dijo no, como esa niña que encuentra la pistola con la que ha cometido el crimen, y no deja de responder no a todas las preguntas que le hace la policía, hasta que explicita que su padre le ha enseñado que hay que desconfiar de la policía. Quizá algo parecido le ocurrió a Riley, pero él se guardó la pistola, y se convirtió en una sombra incendiada, que sólo podía apagarse si se conjugaba la unión, la colaboración de los que están a un lado y otro de la ley, el único modo de edificar una reconstrucción en vez de que las ruinas se convirtieran en imprevisibles arenas movedizas.

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