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martes, 7 de noviembre de 2017

La batalla de los sexos

Las canchas del escenario social. Quien en un momento dado se considera que desentona puede ser en un futuro quien posibilite que cambien y se reconfiguren las concepciones de un determinado escenario. Entre desentonar y transformar puede haber una fina línea de separación. En la excelente 'La batalla de los sexos' (2017), de Valerie Faris y Jonathan Dayton, la tenista Billie Jean King (espléndida Emma Stone) evoca cómo de niña le reprocharon que desentonaba en una fotografía porque, por su atuendo, no parecía una tenista. Ya con veintinueve años, en la cúspide de su carrera deportiva, en 1973, logró poner una pica para que se modificaran las concepciones y consideraciones sobre la mujer en el deporte del tenis, tras derrotar en tres sets a un hombre, a Bobby Briggs (Steve Carell, uno de esos actores capaces de disolverse en un personaje, como hizo en la magnífica 'Foxcatcher', pero cuya marcada personalidad amplifica en este caso la singularidad escénica del personaje real, o de la persona que se hizo notoria como personaje). El mismo nombre con el que fue calificado el evento, 'Batalla de los sexos', ya indica la transcendencia que implicaba, qué representaba en otras canchas, las sociales y económicas. Por eso, no sólo modificó esas concepciones y consideraciones en esa específica parcela escénica, la deportiva, sino que, como quien abre una brecha o rompe el servicio de quien dicta unas normas e instituye una forma de concebir la realidad, impulsó la posibilidad de reconfigurar la fotografía de una sociedad.
En 'La batalla de los sexos' hay varias canchas de juego. Está el escenario social. Bobby Riggs representa su distorsión bufonesca. Es quien plantea el desafío, como representante del machismo, y de la concepción de que la mujer no sólo es inferior deportivamente sino que su posición social debe ser la tradicional, en los márgenes domésticos, en la cocina, y la económica por debajo del hombre, aquel que suministra la manutención familiar. Su esposa, Priscilla (Elizabeth Shue), ironiza al respecto: te presentas como cerdo machista pero llevas años viviendo a mi costa. Riggs, ante todo, es un niño grande que se aburre. Se le presenta con precisión en un plano general: una figura indiferenciada en una de las ventanas de un rascacielos, como un insecto atrapado en una casilla, la oficina de la empresa que dirige su suegro. Su incentivo en la vida son las apuestas, la ilusión que le hace sentir que su vida no está comprimida ni telegrafiada. Hay posibilidad de cambio con esa sensación de riesgo que proporcionan las apuestas, la ilusión de que se puede controlar la propia vida. Riggs, realmente, es un hombre desesperado, y es un actor, un hombre de espectáculo. En la notoriedad que le proporciona su desafío cree encontrar la singularidad, aunque sea un provisional espejismo definido por su mera condición escénica. En el momento que llama a King para proponerle su desafío, lo hace desde el rolls royce que ha ganado en una apuesta, en mitad de la noche, aparcado en una indiferenciada calle, después de que su esposa lo haya echado de casa por incumplir las promesas de no hacer más apuestas. Quien, en cambio, rige el escenario social ante el que se rebela King es Jack Kramer (Bill Pullman), el presidente de la asociación de tenistas profesionales. Es aquel que la expulsa por desafiar las normas. Lo que en Riggs es, en cierta medida, representación, en cuanto actúa, en Kramer es convicción casi militante la desconsideración que muestra hacia las mujeres. Sus partidos no proporcionan tanto dinero, por lo tanto no pueden cobrar el mismo dinero que los tenistas masculinos (por lo que King y otras tenistas optan por crear su propio torneo), lo que es extensivo a otras parcelas laborales, como no puede aún encajar la posibilidad que una mujer, como King, sea la que mantenga económicamente el hogar, así como considera que, efectivamente, son inferiores físicamente. Su sonriente caballerosidad no deja de ser el camuflaje de un aguijón envenenado, porque esa actitud es reflejo de la que está extendida socialmente. King, siempre ecuánime y templada, responde que batallar esa concepción no implica que considere que las mujeres sean superiores, como si todo fuera una competición, sino que simplemente exige respeto.
Hay más canchas. King brega con sus propios deseos y sentimientos. Está casada con Larry (Austin Stowell), quien le apoya incondicionalmente, pero se enamora de una peluquera, Marilyn (Andrea Riseborough).Modifica su peinado y modifica sus sentimientos, incluso sus límites. No es sólo que sus sentimientos se escindan, y que entren en colisión con el tercer vértice, su dedicación tenista (en la que interfiere por sus efectos ofuscadores), es que además la atrae una mujer, y en aquel escenario social, de sólo hace poco más de cuarenta años (se puede decir que ayer mismo) aún no era algo que se podía manifestar y evidenciar. Más bien se podría convertirse en mancha que perjudicaría su carrera, como una prenda que desentona, por la que sería estigmatizada. Por lo tanto, Billie Jean King se enfrenta a un escenario social, a través de lo que representa ese partido tenis con Riggs, y también brega con sus propios sentimientos, con lo que puede vehicular o no, no sólo en función de lo que siente sino de lo que condiciona el escenario social. Por eso, en la narración, en la medida planificación que matiza con específicos recursos cada secuencia (los primeros planos en las secuencias que reflejan el proceso de atracción de King y Marilyn y su materialización), destacan las figuras expresivas de los reflejos y de las sombras. En varios momentos, los personajes se verán reflejados en los espejos, como evidencia de su escisión, y en algún caso, será un reflejo distorsionado, como es el caso con Riggs, tras que su esposa le exprese que no cree posible que su relación pueda rehacerse aunque le ame (esa distorsión refleja su propio desajuste con la realidad; es un hombre escénico que no encuentra su propio lugar, como si estuviera condenado a su imagen y máscara). Y las sombras evidencian cómo quien antes ocupaba el centro del escenario sentimental queda relegado, sustituido por quien adquiere la condición de imagen positivada, o cómo hay sentimientos, inclinaciones sexuales, que aún no se pueden revelar, sino más bien permanecer en las sombras, porque la pista circense del escenario social no ha legitimado todavía en su guión ciertas caracterizaciones dramáticas.
Si Faris y Dayton, en 'La pequeña miss Sunshine' (2008), establecían un irónico, aun doliente, reflejo de la obsesión por el éxito en la cultura estadounidense, a través del relato de un viaje familiar surcado por las frustraciones, decepciones y contrariedades, incluida la muerte (aunque con la enseñanza de que fracaso no tiene por qué rimar con amargura), en 'La batalla de los sexos' se desentraña un escenario social, unas concepciones culturales en las que el aspecto económico es un componente fundamental, y lo hace a través de una narración que se propulsa sobre unos patrones dramáticos, a través de un guión ferreamente construido por Simon Beaufoy, para reconfigurar, mediante una elaborada puesta en escena, la mirada sobre unas convenciones sociales, cuyo eco aún se puede percibir en nuestros días pese a las aparentes modificaciones. Matiza un proceso de superación, por parte de King, en varias direcciones conjugadas, contra su entorno y consigo misma, con un admirable sentido de la progresión narrativa, y a través del sutil contraste que efectúa la alternancia con el trayecto de Riggs, quien se va difuminando en el escenario real a medida que propulsa su condición escénica. De ahí, en la resolución, las magníficas secuencias finales de ambos fuera del escenario, en la soledad de los camerinos, fuera de las bambalinas, donde no hay máscaras ni palabras, sino el silencio que resta tras que se apaguen las luces del escenario, el silencio de lo que se muerde y duele, las magulladuras de lo real, las resignaciones ante lo que no puede ser y ante lo que parece que inevitablemente es. Hasta que alguien quizá logre cambiar la concepción de un escenario. Nicholas Britell compone una de las más admirables bandas sonoras de este año

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