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jueves, 16 de noviembre de 2017

La huella

En los títulos de crédito de 'La Huella' (1972) de Joseph L Manckiewicz se suceden imágenes de dibujos pertenecientes a maquetas, en suma, artilugios, que luego veremos 'representan' las novelas detectivescas de Wyke (Laurence Olivier). Es la introducción de una de las más agudas y afinadas reflexiones sobre 'el mundo como representación', en toda la amplitud de su concepto, sobre la autocomplaciente delectación en el juego con los engranajes de una representación, así como nos revela lo que tiene de artificio la vida (o construcción de realidad), o sea, de 'representación', consciente o inconsciente, ese teatro de la vida donde las relaciones se sustentan, o 'traman', en un escenario social, sobre el afán de dominio del mismo, mediante una puesta en escena codificada, la cuál, se controla, o uno se adapta, o somete, a ella sin salirse de su posición adjudicada. Todo esto se encuentra sugerido de sutil manera a través de una narración envuelta en los mimbres de un relato de intriga (el giro imprevisto no es sino el desvelamiento de que nada es lo que parece cuando la verdad parece lo menos importante en juego, y el ocultamiento del truco la razón de su dominio). Y es escanciado, sobremanera, a través de la relación, o pulso de juegos y escenificaciones, entre Milo Tindale (Michael Caine), peluquero de profesión, y Andrew Wyke (Laurence Olivier) afamado escritor de novelas policíacas, Wyke, al que el primero visita en su mansión (su territorio escénico) y de cuya esposa es amante (transgresión o infracción de propiedad y dominio escénico, sobre todo por consideraciones de superioridad o distinción de clase).
'La huella' (Sleuth, 1972) es la última obra de Joseph L Manckiewicz, y una de sus obras maestras. Anthony Shaffer adapta su propia obra teatral, en principio remiso por si afectaba la adaptación al éxito teatral de la representación. En cuanto a los intérpretes, hubiera optado por Anthony Quayle, que había encarnado a Wyke en los escenarios de Londres y Broadway, y Alan Bates. Manckiewiz sabe trasladar al lenguaje cinematográfico el 'juego escénico' con recursos complejos, engargazados en la acción dramática, en particular a través de un mordaz juego de montaje, haciéndolo sustancia de su dinámica interna, y las resonancias simbólicas del espacio escénico y de los elementos que componen el decorado (los autómatas y juguetes: reflejos del automatismo y artificiosidad de toda configuración escénica social)
El laberinto: La primera secuencia nos presenta a Milo llegando a la mansión, e introduciéndose en el laberinto del jardín, ya que ha oído la voz de Wyke, el cual está escuchando una grabación de si mismo, en concreto, uno de los fragmentos de la novela que está culminando. Una voz diferida (es la lectura de la novela que está escribiendo; es una representación en la que Wyke adopta las voces de los diferentes personaje): artificio, equívocas apariencias, la sinuosidad de la verdad, cuyo umbral está disimulado y oculto, como el mismo seto que se convierte en puerta para acceder a ese centro del laberinto donde está Wyke. La voz de las sirenas, como al fin y al cabo tentará Wyke a Milo con el 'canto' de la codicia (el dinero que necesita Milo para poder mantener a la esposa de Wyke, dado sus gustos de elevado nivel de vida), y asi hacerle caer en el juego de manipulación que trama. Ya esa voz que no es sino representación, actuación, anticipa el engaño, la escenificación que realizará para humillar a Milo. Wyke es un compulsivo aspirante a demiurgo que sufre esa inflamación de ego que no soporta no controlar el teatro de la propia vida, en la que el guión de la misma lo tramen otros, creando giros no controlados por él. Motivaciones ocultas entre la capciosa distracción de un artificio, el laberinto que controla, el juego que le gusta dominar con su retahila de trucos, y que puede tener su emblema en esa butaca que asemeja un trono, espacio que domina quien domina el juego.
El juego: El decorado de la mansión de Wyke está dominado por los juegos, representados en muñecos, autómatas, disfraces, juegos de mesa o de dardos, mesas de billar...los cuáles, más allá de la relevancia que cobran en las situaciones (una partida de billar, que ya pone sobre el tapete, el pulso de virilidades en juego, con ese alarde de dominio de Wyke; los disfraces como apunte de que la máscara es la identidad, y el uso especifico del disfraz de payaso por parte de Milo, como signo del juego de humillaciones en el que se transforman las relaciones tramadas sobre la autoafirmación en el control y el poder) se convierten, gracias a la planificación y montaje, en personajes, reflejo especular del juego de puestas en escena, comentario a pie de plano: en repetidas ocasiones, durante las conversaciones ( o enfrentamientos) de Wyke y Milo, se recurre como contraplano a las figuras alrededor, los autómatas y juguetes, efigies (como el trofeo con la efigie de Edgar Allan Poe), e incluso, ese retrato de la figura de la esposa (inspirado en la actriz Joanne Woodward), sobre todo por lo que representa para los egos de los dos 'actores o jugadores'. Su contrapunto visual, su mudez como signos y figuras artificiales, desmonta, por un lado, el vacío consustancial de la mascarada en la que lidian ambos personajes, pues no es más que eso lo que prima, la representación, o su dominio, ya sea sustentada sobre una cuestión de clase, ego o masculinidad.
Por otro lado, señalizan esa consideración del 'otro' como mera representación, como al fin y al cabo considera Wyke a Milo. No importa su condición como individuo, sino lo que 'representa'. Es, en primer término, aquel que le ha 'robado' a su esposa (da igual si ya no existía ningún sentimiento compartido, y que incluso Wyke tenga su propia amante o 'juguete'). No, le ha 'robado' su 'pertenencia'. Pero, además, Milo es alguien de más bajo rango o inferior ralea: no es ni puro ingles, ya que su padre es un inmigrante italiano, y, encima, es un 'simple' peluquero. Wyke no puede encajar o soportar ese reflejo, o 'representación', en el espejo que le hace sentirse ultrajado y minimizado en su ego (que esa sea la elección o preferencia de la que fue su esposa). Para él, el juego es una demostración de su dominio y superioridad, que extiende a las propias relaciones, donde los demás son meros artilugios o autómatas que deben reír o aplaudir su 'gracia', como pertinentes y complacientes réplicas en el escenario mental que es su vida, tramada, como el laberinto, sobre si mismo. En cambio, Milo es ya muy buen conocedor del reverso de esos 'juegos sociales' en el que cada uno es una pieza en el tablero, y más, si estás en una baja posición en el mismo, porque la identidad o máscara de uno se define por la posición que ocupa. Sabe mucho ya de juegos de humillaciones, de su padecimiento. Y hasta el humillado o 'payaso', tiene su límite de resistencia, por lo que, como sublevación, precisamente, dinamita esos límites de la representación, aunque sea, unicamente, ésta la que sobreviva, el espacio vacío de la mascarada de la representación, con la carcajada del autómata como irremisible herida abierta. La banda sonora de John Addison abunda en el matiz burlón, de mascarada, ya desde los magníficos títulos de crédito.

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