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domingo, 11 de febrero de 2018

Niebla en el pasado

La cosecha de lo aleatorio. Ese es el título original de este sugestivo melodrama, 'Niebla en el pasado' (Random harvest, 1942), de Mervin LeRoy, con aroma de madera de biblioteca de amplios anaqueles y atmósfera de ensoñación ante la lumbre. No es una cuestión de destino, sino de azar. La niebla no es sólo del pasado, sino que también envuelve el presente, tanto la memoria como el discernimiento. En las bellas secuencia iniciales ya están trazadas estas ideas conductoras del relato (como humo que impregna las imágenes), y aún más, como 'estado', como atmósfera de entresueños,como si la realidad pudiera deshilacharse en cualquier instante ante lo posible. Un amplio encuadre, en el que las figuras quedan minimizadas ante el espacio de alto techado: la cámara se apróxima, para centrarse en las figuras, movimiento de intemperie a armonía de proximidad y vínculo: Un doctor conversa con una pareja de ancianos que ha acudido a un sanatorio psiquiátrico esperando poder encontrar a su hijo al que no ven desde que se fue a la guerra (estamos en 1918). Pero la confrontación con uno de los pacientes, al que llaman Smith (Ronald Colman) porque padece de amnesia no resulta fructífera. No es su hijo, ni el hombre logra que alguien le reconozca (sobrecogedor y admirable el trémulo gesto de Colman, la sensación que transmite de desamparo, por, de nuevo, no ser 'reconocido'). Memoria, reconocimiento. Este hombre sin memoria sale al exterior, rodeado de niebla, mientras musita repetidamente que está bien. Se escuchan gritos de alborozo. La guerra ha terminado. Cruza las verjas hacia el mundo exterior.
En su tránsito por las calles, el azar posibilita que cruce su ¿destino? con Paula (Greer Garson), una actriz de variedades. El amor surge entre ambos, crean una vida juntos, en un cottage que parece fuera de la realidad, un paraje de ensueño, con flores de almendro como luminosa presencia. Transcurren un par de años, se casan, tienen un hijo; el hombre sin memoria, de anónimo nombre, Smith, escribe, y recibe una carta de una revista de Liverpool interesada en sus escritos. Pero, ya en esta ciudad, la conmoción causada por un atropello propicia que recuerde quién era antes de su perdida de memoria en las trincheras, Rainer, pero olvida sus dos últimos años. Vuelve a casa, pero es la casa en la que vivía antes, la mansión de un industrial que justo acaba de morir, y de quien hereda la empresa. ¿Quién es ahora, quién ha sido estos dos años? Hay una idea preciosa, de esas que ya tan raramente se ven en el cine de hoy, para describir el paso del tiempo. Una adolescente, Kitty (Susan Peters), hijastra de una hermana suya, se enamora de él nada más verle. Sobre imágenes de sus diversas fotografías, puntuadas por la voz en off de las cartas que ella le envía, mientras en las ventanas apreciamos cambios estacionales, se nos describe cómo pasan los años.
Otra hermosa idea de puesta en escena, también rara de apreciar en estos tiempos. Tras que Kitty, ya 'mujer', logre que Rainer la proponga al fin matrimonio, éste vuelve a su despacho, y llama a su secretaria; la cámara se desplaza con suavidad hacia la puerta, permaneciendo fija en el encuadre durante unos segundos, hasta que se abre y entra su secretaria, que no es otra que Paula. Qué ingeniosa manera de abrir una fisura en la narración, para cruzar un umbral de percepción, que incluso implicará cambio, o alternancia, de perspectivas. LeRoy tiene otra feliz idea de puesta en escena, que carga de tensión esta secuencia. Mantiene el plano fijo, con Rainer en primer término, y Paula en segundo termino. La expresión de Paula, como si con su mirada intentara tanto 'reconocer' a quien fue el hombre que amaba como encontrar en él un indicio de que la reconoce ( y con un desamparo contenido, como el de Colman en aquella secuencia inicial en el sanatorio), crea un sutil desgarro en la secuencia, a lo que se añade la revelación de que ya lleva dos años trabajando para él, y el hecho de que tenga que encajar que él se va a casar con otra mujer. La cámara realiza parecido movimiento de cámara cuando ella sale, pero ahora en el siguiente plano la vemos entrar en su despacho de secretaria, como si cruzara un umbral; como nosotros, espectadores, porque en las siguientes secuencias sabremos cómo ha discurrido su vida durante esos años (han pasado más de nueve años), en sus conversaciones con el doctor del sanatorio, amigo y también enamorado de ella.
Pero en este segmento destaca una hermosísima secuencia, aquella que Renier comparte con Kitty en el interior de la iglesia, en el día previo a su boda. Renier parece que viviera un momento de incierta percepción transfigurada (incluso el sonido parece amortiguarse, desvanecerse), como una figura fuera de la realidad, junto a las velas, como si mirara a Kitty y a su realidad como un 'cuerpo extraño', pero sin saber por qué. En este caso, la planificación entre Kitty y Rainer es de plano-contraplano, un doloroso instante en que ella advierte en la honda y sombría mirada de Rainer que no la 'reconoce', que está mirando a alguien que 'añora' pero no sabe a quién porque no la recuerda, y Kitty comprende que ella no es la elegida (prodigioso Colman en esta secuencia). En un nuevo giro de crueldad de lo aleatorio, Rainer, tiempo después, propondrá a Paula un matrimonio de conveniencia cuando le ofrezcan un importante puesto de cargo político. La desesperación de Paula se acrecentará con los años (el primer plano que vemos,tras la elipsis de paso del tiempo, es de ambos sentados en una platea escuchando un concierto, casi como dos figuras embalsamadas). Ni los objetos logran que él la reconozca, o la recuerde, como el collar que él la regaló cuando estaban casados. Paula está al límite de sus resistencia, de hacerse ya insoportable estar junto al hombre que ama pero sigue sin recordarla, sin reconocerla (sigue siendo 'otra' para él, no aquella que amaba: es un 'cuerpo extraño' que cumple una función pragmática).
Pero lo aleatorio volverá a dar un nuevo giro de tuerca a los acontecimientos. Renier acude a la población donde la conoció, en la que estuvo ingresado, por cuestión de negocios. De nuevo hay un ambiente festivo, porque ha logrado que la empresa salga a flote, y los trabajadores no pierdan sus puestos. Paseando por las calles, por los espacios que entonces transitó, empezará a sentir, y luego a discernir, que hay un fragmento de su vida que había olvidado. En la secuencia posterior a la boda de Renier y Paula, cuando llegaban a su hogar, la cámara realizaba un lento travelling de acercamiento, hasta que abrían la puerta de su hogar ( otro mundo a descubrir, como cuando Colman, también de espaldas, salía en las primeras secuencias, al exterior neblinoso). Ahora, en estas secuencias finales, Rainer se encuentra con detalles familiares que evocan aquel instante: la puerta de madera que aún rechina, la rama del almendro en flor que hay que apartar para alcanzar la puerta; y la cámara realiza el mismo movimiento, y el mismo reencuadre (también parecido al travelling inicial en el despacho del doctor, con los dos ancianos). Pero ahora escucha una voz tras él, la de Paula. Pocas peces he sentido en el final de un melodrama está sensación de catarsis, de plenitud alcanzada, en este anhelado reconocimiento, tras casi tres lustros, entre dos enamorados que al fin se reencuentran y abrazan bajo un almendro en flor.
Fragmentos de la norable banda sonora de Herbert Stothart

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