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martes, 6 de marzo de 2018

Asesino implacable

En el principio estaba el fin. Un hombre mira a través del cristal. Pareciera que alguien le observa, o le espiara, desde la distancia. Parece aislado, parece vulnerable, expuesto. Siempre hay una amenaza que no se puede controlar. En la secuencia final, alguien le dispara en una playa, desde la distancia, un ojo que no conoce, un ojo cualquiera. Justo cuando iba a lanzar su escopeta al agua. Tras que haya realizado toda una serie de crímenes, que para él eran limpieza, ajusticiamiento, retribución. Era un hombre vulnerable, porque había decidido exponerse, enfrentarse a un entorno hostil, pero él también era una amenaza porque pertenecía a ese mismo entorno. El trabajo de Carter (Michael Caine), al fin y al cabo, era ese, ser amenazante, ejercer la violencia, persuadir de que es capaz de infligir daño, da igual si está vestido o desnudo, porque sabía transmitir que es capaz de usar cualquier arma que tenga a mano. Su mirada era ya como hielo cortante. Carter era un sicario de unos gangsters londinense.
Esa resolución difiere ligeramente de la del libro, pero evidencia, con su asociación con el plano inicial, la afinada adaptación de Mike Hodges de la excelente novela de Ted Lewis, Jack's return home. En la secuencia inicial de Asesino implacable (Get Carter, 1971), su opera prima, se condensa o sedimenta la atmósfera de la película, de una vida, de un ambiente de vida. Violencia agazapada en gestos, en palabras que esbozan mordiscos, advertencias. Los jefes de Carter intentan convencerle de que no viaje a Newcastle, porque tienen buenos negocios en curso con las bandas organizadas de allí. No es cuestión de agitar el corral, de desestabilizar innecesariamente el escenario. Pero Carter está decidido no sólo a asistir al funeral de su hermano, sino a averiguar quién le ha matado, y por qué. Los jefes están viendo unas películas caseras. Precisamente, la grabación de una película, de cariz pornográfico, sacudirá y desestabilizará la narración en su último tercio, cuando Carter tome consciencia del por qué mataron a su hermano. Y la furia se desatará, sacudiendo y desestabilizando el escenario hasta dejarlo arrasado, sin casi figuras que lo habiten.
Hasta entonces Carter ha encontrado hostilidad,o comportamiento elusivos. Vuelve a su pueblo natal, pero es un extraño. Las miradas de los parroquianos en el primer bar en el que entran parece que le miraran como un intruso. Carter entra en ese otro espacio, que ya no es suyo, con autoridad, como si fuera a ponerlo en orden. Un gesto altivo que es desafío. Pero se enfrenta con una maraña en la que no logra vislumbrar que se oculta tras las 'películas' que proyectan para ofuscar su mirada, para confundir su percepción: Versiones indefinidas, palabras incompletas. Hay gestos evasivos, y otros que intentan disuadir, con una sonrisa envenenada, de que no resulta conveniente seguir golpeando la maleza porque está azuzando a la bestia que permanece agazapada. Hasta que la violencia brota como fuerza disuasoria. Las buenas maneras dejan paso a los puños, las sonrisas se acompañan con el negro agujero de un arma. La corrupción surge en la superficie, una putrefacción que alcanza a casi todos, por acto o por omisión. Como si Carter se enfrentara a la revelación del final de Asesinato en el Orient express, de Agatha Christie. La culpabilidad se extiende a casi todos, por haber permitido que una gangrena se extendiera, sin nadie impedirlo, como si ya no importara cuánto se propagara, y a quien alcanzara, y a quien se llevara por delante.
Carter convierte las lágrimas que no puede contener ante la película pornográfica, y las convierte en ácido corrosivo a través del filo de un cuchillo, de sus puños, de las armas que dispara o con cuya culata abre cabezas. Carter 'muere' mientras contempla esas imágenes, la degradación de su sobrina, Doreen, que pudiera ser su hija. Y como una peste extiende su muerte a su alrededor con una furia incontenible, un grito de rabia que enciende su expresión hasta que el asco pretende lanzar su furia, su arma, al mar contaminado por una industria minera, como sus emociones ya están también contaminadas por un mundo o un ambiente degradado del que él mismo era otra emanación. Y no se puede escapar de la propia condición. Ya estaba muerto desde el momento en que decidió exponerse, desde el momento en que cometió la infracción de mirar donde no debía, desde el momento en que decidió cambiar el paso y tomar la dirección prohibida, la dirección contraria. En ese momento comenzó a apretar el gatillo que dispararía unas balas que también le alcanzarían. La composición de apertura de Roy Budd para su excelente banda sonora.

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