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jueves, 12 de abril de 2018

Comando en el Mar de la China

La carrera en zig zag a campo descubierto hacia la base inglesa mientras intentan eludir los disparos de los soldados japoneses, complementada con los acordes de la memorable banda sonora de Gerald Fried, en la secuencia final de la vitriólica 'Comando en el Mar de la China' (Too late the hero, 1970), de Robert Aldrich, resulta comparable, en exultante intensidad, potencia icónica y vibrante banda sonora, a la persecución que sufre el personaje de Steve McQueen, en su moto, en la igual de admirable 'La gran evasión' (1963), de John Sturges. La obra de Aldrich, se define por su acidez con respecto a los absurdos de la guerra, su sordidez y brutalidad, y los desatinos de las rigideces de las jerarquías de la institución militar, condensada en los antológicos títulos de crédito, durante los que las tres banderas (estadounidense, británica y japonesa) se van deshilachando y deteriorando progresivamente (como los compases de la música van menguando su exultante tono inicial para derivar en sombríos y apagados).
La productora ABC Films quería que se repitiera el éxito de una obra precedente de Aldrich, 'Doce del patíbulo' (1967), y el cineasta echó mano de un guión que llevaba diez años 'errando' por las productoras. A mi modo de ver, logró armonizar los componentes que en anteriores obras adscritas al género bélico que había realizado conjugó de modo desequilibrado, ya por sea una enfática vena discursiva (crítica) en 'Attack' (1956) o, a la inversa, por diluirla en demasía, en 'Doce del patíbulo', supeditándola, sobre todo en su tramo final, a las convenciones del más rudimentario patrón del espectáculo de acción de las hazañas bélicas con profusión de testosterona, lo que acababa determinando que se convirtiera en una obra que contradecía sus supuestas intenciones críticas, y que su sordidez o 'suciedad' (Dirty dozen, era el título original) tuviera bastante de subordinación a la fascinación por los alardes (o las gestualidades) viriles. En este sentido, 'Comando en el Mar de la China' rehuye esos (auto)complacientes 'abismos' (no sé si por eso tuvo más éxito la anterior), y se encuentra más cerca de otra obra escasamente recordada de Aldrich, la estimable 'Ten seconds to hell' (1959), que con eficaz precisión dibuja la tensa labor de unos artificieros, o, en otras lindes genéricas, otra obra cuyo plantel protagonista es también enteramente masculino, la excelente 'El vuelo del Fénix' (1965).
Precísamente el título con que aquí la estrenaron está más cerca de ese convencional cuño de repertorio de hazaña bélica. El original, 'The too late hero' (El héroe demasiado tardío) refleja las descarnadas aristas de su planteamiento crítico. Hace referencia al capitán estadounidense Lawson (Cliff Robertson), quien nos es presentado tumbado, con una cerveza en la mano, en una playa, despertando de un plácido sueño, sin saber que llevan varias horas buscándole por orden de su superior, el comandante encarnado por Henry Fonda. Lawson es alguien que ha privilegiado el sentido pragmático, para de este modo rehuir el combate, aprovechándose de sus conocimientos de japonés y así propiciar que transcurra la guerra mientras se dedica a interpretar las transmisiones japonesas. No parece que entre sus afectos esté el sentimiento patriótico ni el aprecio por las acciones heroicas ( sino más bien disfrutar de 'la buena vida'). Su contrariedad es notoria cuando su comandante (que es amigo suyo, y al que intenta proporcionar placenteros contactos femeninos, lo que define, de nuevo, su carácter pragmático, esto es, complacer para su propia conveniencia) le ordena que se traslade a una base militar británica, el mismo día que se suponía comenzaría a disfrutar de un permiso de varias semanas, en donde necesitan a alguien que domina el japonés. Una vez más, para su perplejidad, se encontrará al llegar con que tiene sólo media hora para prepararse y acompañar a un pequeño pelotón en una misión que implica destruir, en el otro extremo de la isla, un radiotransmisor japonés, y así evitar que puedan informar del paso de un convoy norteamericano por las aguas colindantes ( y acto seguido Lawson enviar un mensaje que hiciera creer que todo estaba en orden).
El pelotón en cuestión resulta más sugerente que el de 'Doce del patíbulo'. Entre sus integrantes destaca Tosh (Michael Caine), quien no deja de enfrentarse a la autoridad, en especial al capitán que está mando de la misión, Hornsby (Denholm Elliot), quien demuestra notoria incompetencia, como cuando ordena que se aposten a ambos lados de un sendero ante la llegada de unos soldados japoneses, provocando con el fuego cruzado que mueran tres de sus hombres por las balas de sus compañeros, o no plantee las necesarias medidas disciplinarias cuando descubre que el soldado Campbell (Ronald Fraser, encarnando a un personaje tan miserable como en 'El vuelo del Fénix') ha cogido los cigarrillos del sargento muerto horas antes (y que Tosh le había dado cuando le dejaron atrás malherido). No sólo no hay autocomplacencia en el dibujo de estos personajes, hurgando en la herida del sinsentido y la sordidez moral, sino que los trazos con los que perfila al mayor Yamaguchi (Ken Takakura, el luego protagonista de la obra de Sidney Pollack, de 1975, 'Yakuza') lo revelan como alguien con más acusado sentido de lo justo, o menos cruel. O, dicho de otro modo, Aldrich, siempre cuestionando cualquier maniqueista noción de bando ( o de banderas o razas o tribus), establece una identificación entre unos y otros más allá de sus uniformes. No son unos mejores que otros.
La fotografía de Joe Biroc acentúa esa pregnante sordidez tanto física como moral que vertebra el relato. La espesura de la selva se convierte en crucial personaje (espacio que dificulta y condiciona; laberinto que hay que superar). El sonido ambiental (de animales) se torna efectivo recurso que sedimenta una creciente atmósfera opresiva (como esa metáfora que usa el Mayor del embudo sobre su camino de vuelta a la base). En los pasajes finales, Lawson parece transformarse en un hombre responsable que deja de lado cualquier cínico pragmatismo, y se empecina en alcanzar la base para informar de la base aérea que descubrieron, sin optar por mantenerse ocultos hasta el momento en que haya pasado el plazo del previsto ataque japonés (por lo que dejarían de perseguirles), que es la opción por la que se inclina Tosh. Por ello, en principio Lawson y Tosh colisionan por sus diferentes actitudes, aunque posteriormente sabrán conjugarse, cuando al agudo pragmatismo de Tosh se le ocurra que retrocedan para realizar lo que no esperan, matar al Mayor, para de ese modo crear un desconcierto que les proporcione una mínima posibilidad de cruzar el campo al descubierto. El admirable vigor narrativo, sin que la tensión desfallezca por un momento, tiene un portentoso corolario en la citada secuencia final, la carrera en zig zag de ambos supervivientes mientras son disparados por los soldados japoneses. Un excelso broche para una obra que 'captura' el aliento, en suspenso durante toda la narración, y no lo suelta hasta las imágenes finales. La excelente banda sonora de Gerald Fried

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