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viernes, 18 de mayo de 2018

Hannah

El grito contenido. En el primer plano de la excelente Hannah (2017), segunda obra de Andrea Pallaoro, Hannah (Charlote Rampling), emite unos estridentes sonidos. Inmediatamente, se escucha, fuera de campo, cómo otras dos personas emiten parecidos sonidos. El rostro de Hannah ocupa el lado derecho del encuadre, el resto es vacío. En los escuetos siguientes planos nos sitúan en la circunstancia, es un ejercicio de una escuela de arte dramático. Pero se puede intuir, por la expresión de Hannah, que ese grito, que es simulacro, se corresponde con un grito contenido que tarde o temprano, más bien tarde porque Hannah es una demoledora narrativa de lenta cocción, brotará como explota un grano de pus. Un grito en correspondencia con un vacío, el que siente, el que otros hacen con su vida. También esa introducción anticipa que el fuera de campo tendrá una importante relevancia, como recurso de estilo, y como expresión de lo que se omite, de lo que quiere omitirse, negarse, de lo que se quiere mantener no visible, la mancha, la vergüenza, que no se quiere evidenciar, pero que no deja de afectarla, como un vacío que la absorbe, como, en paralelo, el silencio que es negación, rechazo, de los otros, que se va extendiendo, haciéndose más manifiesto, como una mancha se extiende en el techo de su dormitorio porque se ha desbordado agua en el piso de arriba.
En la segunda secuencia, Hannah come en silencio junto a su marido (André Wilms) en la cocina, con la televisión encendida, en la que escuchan música sacra. Mientras comen, la bombilla sobre sus cabezas se funde, y su marido se encarga de cambiarla, sin que intercambien palabra alguna. Ya evidencia otro de los recursos expresivos fundamentales, el laconismo en las composiciones, la contención expresiva. Lo que vemos, lo visible, en los encuadres está definido por lo que retiene, como un olla a presión cuya espita aún no resuena, quizá porque no funciona. Y cómo está relacionado con algo que se ha fundido en sus vidas, y las ha trastornado, como una transfiguración siniestra, que la narración y composiciones visuales dotan de cuerpo tétrico. En los siguientes planos, el marido se despide de su perro, ambos viajan en autobús, y conocemos que su destino es la prisión, en la que él ingresa. Ya anticipa una narración elíptica, lacerante que raspará, lentamente, en su desarrollo narrativo, hasta alcanzar, sin piedad, el hueso.
El motivo de la estancia en prisión del marido se irá sugiriendo con tres o cuatro detalles, en diferentes secuencias a lo largo de la narración. Ya resultará obvio en la primera ocasión cuando Hannah escucha cómo una mujer aporrea la puerta exigiendo que abra. Sus recriminaciones no dejan lugar a dudas. El uso del fuera de campo, ya que la cámara permanece sobre el rostro de Hannah, también resulta elocuente. Hay un cierto intento de apoyarse en la negación, que no deja de ser una ficción, como si existiera una mínima posibilidad de que las acusaciones sobre su marido fueran falsas. En cierta secuencia, la vemos revolver en su bolso, buscando desesperadamente algo que no encuentra. Pero aunque nos parezca que refleja su estado no es sino otro ejercicio de su clase de arte dramático. Cuando definitivamente pierda el paso de sus emociones, será también incapaz de realizar otro ejercicio, de actuar en una escena, porque la escena que intentaba mantener en su vida se ha disuelto, ya no hay un escenario sobre el que sostenerse, ni siquiera en la negación.
En las primeras secuencias, en esos primeros planos de tránsito, desde el lugar donde asiste a las clases de arte dramático a su hogar, resaltaba un plano de medida composición, en una estación, mientras Hannah espera que llegue el metro. Tras ella, al fondo del encuadre, destacan dos pinturas de composición abstracta, como dos ojos. Define a una narración esquiva, centrada en los daños colaterales, en cómo afecta a otros el estigma sobre alguien, la acusación que le califica ante los ojos de todos como un monstruo. Como si esa infección se extendiera sobre ella, por contigüidad, la narración se empapa de esa corrosión virulenta. Una infección que también brota de los que niegan y acusan a los que realizan algo reprobable, reflejo de estos tiempos en los que se intensifica la actitud inquisitorial. La violencia brota de múltiples ángulos, incluso de los que se justifican en la integridad ética y la denuncia del abuso. Hannah se convierte, como extensión, en otra apestada. Su dolor se infecta con el rechazo de los que la niegan (un hijo que no quiere saber nada de ella, un gimnasio que la expulsa).
En la medida que se suceden esas negaciones, esos desprecios, su resistencia se irá minando hasta que brote, por fin, ese grito contenido, ese dolor desgarrado que no encuentra más apoyo, por tanto ilusorio e insuficiente, que el de un niño ciego que ignora lo que está padeciendo, o un perro tumbado, y ya inapetente, que espera, ante la puerta de la calle, al hombre que ama, ignorante de que no volverá a verle, mientras a ella, en cambio, le excede, como un derrame, la consciencia de que su vida es una mancha que progresivamente la va asfixiando. En repetidas secuencias, vemos cómo se cambia de ropa, cómo se lava, incluso al perro, o cómo nada en la piscina. En otra secuencia, contemplará, como si se contemplara a sí misma, a una ballena varada en la orilla de una playa. No hay manera de borrar las manchas, ni ya siquiera de fluir en la vida. Coger el metro ya no implica la posibilidad de realizar un tránsito, sino cerrar la esclusa de la cámara presurizada de vida de la que no podrá liberarse por mucho que grite.

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